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Visible primeramente a través del anteojo de larga vista pero muy pronto al ojo desnudo, se despegó ante nosotros esa maravilla de la vegetación tropical que a través de los libros y los grabados nos pareció a menudo casi fantástica. Hacia donde miráramos aparecían todas las montañas cubiertas de tupidos bosques. Al seguir con la vista sus contornos descubrimos a gran altura, descollando por encima del bosque, esbeltas palmeras aisladas. De entre la inmensa mata vegetal que cubre la montaña se destacan especies arbóreas jamás vistas por el europeo: árboles de enormes y compactas copas y otros de escaso desarrollo, enanos estrafalarios, que a semejanza de matas de cicuta tienden sus magros brazos abiertos. Y no obstante, es imposible concebir una idea de la gracia de los contornos montañosos, interrumpidos constantemente por la belleza y majestuosidad de esos pintorescos gigantes verdes que se elevan hacia el cielo. En algunos lugares, negras y lisas paredes rocosas forman las altas y escarpadas laderas de las montañas o se alzan como picos y conos enhiestos. Ciñe los pies de la montaña una angosta franja de arenas blancas, bañadas por el mar.

Esas islas situadas a la entrada del golfo estaban tan próximas a nosotros en esos momentos, tan cercanas, que podíamos oír el rumor y los rugidos de la resaca en la playa al rodar las olas por las oblicuas losas blancas de roca que las bordean. Hay en las costas tupidos bosques, por los que asoman sus penachos hermosas palmeras y alternan toda clase de matorrales y plantas nuevas para nosotros. En esas islas encantadoras nos salió al encuentro por primera vez toda la exuberancia y la magnificencia de la naturaleza tropical. Nadie que no haya penetrado en la zona tórrida podrá tener una idea de semejante espesura. En las montañas del continente pudimos descubrir poco a poco bosques enteros de palmeras con sus copas inclinadas hacia el oeste. Había montañas prácticamente cubiertas de palmeras de -alto tallo mientras que en las rocas desnudas fijan sus delgados tallos los cactus. Canoas tripuladas por negros enfilaron hacia las islas. Una enorme ave negra, el primer urubú que divisamos, voló por encima de nuestras cabezas con las alas extendidas y lanzando graznidos. Todo, todo era nuevo, todo distinto a la vista hasta entonces. Sólo teníamos una idea, sólo un sentimiento recorría nuestras entrañas; esa tierra no podía ser Europa. Una voz interior clamaba: ¡Es América! ¡Son las Indias! ¡Es Brasil! Pero esto no es Europa. Esta fue nuestra primera impresión de América: Todo, todo se nos antojaba exótico y maravilloso.

Avanzamos entre el grupo de islas mencionado. ¡Qué bello paisaje! A mano derecha, las montañas costeras, entre ellas un cerro empinado, un negro y abrupto muro de roca, en el cual ya lográbamos divisar las grietas talladas por las aguas, formaban con aquellas islas un cuadro encantador, lleno de esa magnífica y exuberante vegetación tropical. Apenas habíamos dejado atrás el grupo de islas cuando se abrió ante nosotros nítidamente la entrada a la bahía.

Las montañas de la derecha se fueron hundiendo paulatinamente en ella como una abrupta cresta de este a oeste. Al final de la cuchilla, se arado de ella por una angosta brecha en la roca, avanzaba hacia la rada el blanco fuerte de Santa Cruz, al cual se enfrenta el liso peñasco del Pán de Azucar que emerge de las aguas casi vertical. Detrás de esta elevación aparece una pequeña y verde lengua de tierra insular con una curva en el lomo, pero los fuertes de S. João y S. Teodosio, situados en ella, apenas se divisan. En el fondo de la bahía, la orilla es plana y se presenta como una serie de pequeñas islas azuladas. Un poco hacia la izquierda, en el vértice occidental del golfo, se reconoce a la ciudad de Río de Janeiro sobre una saliente que forma varias terrazas, a la derecha el bosque de mástiles de los barcos surtos en el puerto, y más allá, hacia el centro de la bahía, los buques de guerra en la rada.

La bandera de Cerdeña flameaba desde hacía un buen rato en lo alto de nuestro mástil. Ya podía reconocerse, con ayuda del catalejo, sobre Santa Cruz el verde pabellón del Brasil con el cuadrado amarillo en su centro, apoyado sobre uno de sus vértices. El viento cada vez más débil y la corriente en contra no nos permitía avanzar, sino muy lentamente. Frente a la ciudad distinguimos dos pequeñas islas fortificadas, una tras otra: la más próxima, el fuerte Lageni; la otra, de mayores dimensiones, Villegagnon. La ciudad y la rada se hicieron más nítidas. Ya podían reconocerse una goleta americana, el británico el "Malabar". Pronto divisamos también a nuestra nave compañera, el -Satellite-, que nos saludó con sus salvas antes de que hubiéramos echado anclas.

El sol estaba por ponerse. El Pan de Azúcar, enhiesto y colosal se alzaba a nuestra izquierda como un pulgar erecto, mientras las montañas del lado occidental se habían juntado en un caos de las más caprichosas formas. Un azul intenso y oscuro coloreaba los conos, las agujas y los picos de las hileras anteriores, en tanto las que se encontraban más atrás mostraban una tonalidad violeta grisáceo. ¡Cómo dar al lector un concepto de aquellas extrañas formas montañosas! Causaban la misma impresión que la escenografía de una ópera de encantamiento, a cuya vista el espectador se dice: "¡Esto no se da en la Naturaleza!"

 
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Desembarque en Río de Janeiro de Adalberto de Prusia   Desembarque en Río de Janeiro
de Adalberto de Prusia

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