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La emperatriz tuvo la deferencia para conmigo de obsequiarme un plato de frutas confitadas y al atardecer vino a verme en persona para pedirme que no me impacientara si la algarabía de los negros se tornaba algo desenfrenada. Preparado de esta manera esperé los acontecimientos no sin curiosidad. En verdad, esa noche el tumulto alcanzó proporciones increíbles. Varias hordas de negros desfilaron por todas las callejuelas desde las once hasta el alba, acompañados por el estruendo de los tambores y los sones de los instrumentos descriptos. Su gritería y las continuas descargas de los morteros y fusiles aumentaban el ruido ensordecedor. En todas las casas habían encendido fogatas, cuyas llamas ascendían por el aire. Pero algo más tarde, cuando se unieron a los negros hordas de mulatos y blancos y se sumaron a la algazara con sus gritos y el son de los instrumentos musicales europeos, todo se fusionó en un caótico e indescriptible pandemonio. Respiramos aliviados cuando salió el sol y se acalló el ruido. Al promediar el día 24, los indígenas blancos se congregaron en la casa de la emperatriz donde ya se habían dado cita todas las demás personas que participarían de la celebración y al punto se inició la procesión hacia el templo, encabezada por unos veinte negros con sus instrumentos. Iban vestidos a la usanza del país y llevaban en la cabeza adornos de plumas de avestruz. Ceñían sus caderas faldas cortas de terciopelo rojo, bordadas en oro y en los brazos lucían multitud de cadenas doradas y otros aderezos. A continuación, seguían por parejas los indígenas blancos, luego el príncipe negro y la princesa de la fiesta, el primero con uniforme militar portugués; la mujer con un largo vestido blanco y lo que más llamaba la atención, con el cabello empolvado. La pareja principesca lucía también abundantes alhajas de oro. En una mano sostenían un ramo de flores y en la otra un largo bastón español provisto con un gran pomo de plata, similar a los bastones de nuestros porteros. Detrás de ella venían el emperador en uniforme portugués y la emperatriz con un largo vestido blanco bordado. Ambos llevaban cetro y corona y en la otra mano el consabido bastón con empuñadura de plata. Cerraba el cortejo una comitiva de lo más heterogénea, vestida a la usanza del país.

En medio de música y canto y la constante voz "Bambi, Domina" la fantástica procesión, de aspecto muy pintoresco, se dirigió a la iglesia. A la cabeza, y al ritmo lento y monótono de sus cantos, los negros marchaban ejecutando peculiares pasos de baile; ora cruzaban los pies, ora los extendían hacia adelante o hacia atrás, contorsionando el tronco en los movimientos más caprichosos y variados.

En el interior del templo se habían erigido sobre las gradas del altar dos tronos con dosel para los monarcas de ese día y a su lado aparecían sendos taburetes destinados al príncipe y la princesa.

 
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La fiesta de Efigenia, la santa negra de Johann Emanuel Pohl   La fiesta de Efigenia, la santa negra
de Johann Emanuel Pohl

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