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Para ojos no tenemos modelos en la antigüedad. Quizás también podía suceder que en los de mi amada yacía el secreto al cual alude lord de Verulam. Eran, creo, más grandes que los ojos normales de nuestra raza, más grandes que los de las gacelas de la tribu del valle de Nourjahad. Pero sólo en algunos instantes, en instantes de intensa excitación, se hacía notar mucho más ese rasgo de Ligeia. Y en esos momentos su belleza- quizá mi fantasía ardiente la veía así- era la de los seres que están por encima o fuera de la tierra, la belleza de la fabulosa hurí de los turcos. Sus ojos eran del negro más brillante, velados por oscuras y largas pestañas. Las cejas, con una línea algo irregular, eran del mismo color. Pero lo «extraño» que encontraba en sus ojos era independiente de su forma, del color, del brillo, y no quedaba más que atribuirlo a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido, tras cuya vasta extensión de mero sonido se esconde nuestra ignorancia de lo espiritual! ¡La expresión de los ojos de Ligeia...! ¡Cuántas horas he meditado sobre ella! ¡Cuántas noches de verano luché por sondearla! ¿Qué era eso, más profundo que el pozo de Demócrito, que yacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me dominaba la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Esas grandes, brillantes y divinas pupilas! Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellos el más devoto astrólogo. |
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Ligeia
de Edgar Allan Poe
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