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Una noche, a finales de septiembre, me llamó la atención sobre este asunto con más insistencia de lo que solía. Acababa de despertarse de un sueño inquieto, y yo había estado observando, con sentimientos en parte de ansiedad, en parte de vago terror, los espasmos de su cara demacrada. Me senté al lado del lecho de ébano sobre una de las otomanas de India. Ella se incorporó a medias y habló con un susurro bajo y ansioso de los sonidos que ella estaba oyendo y yo no podía oír; de los movimientos que ella estaba viendo y yo no podía percibir. El viento corría veloz tras los tapices, y quise mostrarle (algo que, confieso, yo no me creía del todo) que aquellos suspiros casi imperceptibles y aquellas suaves variaciones de las figuras de la pared no eran más que los efectos naturales de la habitual corriente de aire. Pero la palidez mortal que se extendió por su cara me demostró que mis esfuerzos por tranquilizarla eran inútiles. Parecía que se iba a desmayar y no había criados a los que recurrir. Recordé dónde se guardaba una garrafa de vino ligero que le habían recomendado sus médicos, y de prisa crucé la habitación para cogerla. Pero, al pasar bajo la luz del incensario, dos circunstancias de índole sorprendente me llamaron la atención. Sentí que un objeto de tacto perceptible, pero invisible, había rozado levemente mi persona, y vi en la alfombra dorada, en el centro del destacado brillo que arrojaba el incensario, una sombra, una delicada, indefinida sombra de aspecto angelical, como uno puede imaginar la sombra de un espectro. Pero yo estaba embriagado por la excitación de una inmoderada dosis de opio, y no hice mucho caso a estas cosas, ni hablé de ellas con Rowena. Encontré el vino, crucé la cámara de nuevo y llené una copa que llevé a los labios de la desmayada. Ya se había recobrado algo, tomó la copa en sus manos, mientras que yo me dejaba caer sobre la otomana que tenía cerca, con los ojos fijos en ella. Fue entonces cuando advertí claramente un suave paso sobre la alfombra, cerca del lecho; y un segundo después, cuando Rowena llevaba la copa de vino a sus labios, vi, o tal vez soñé, que caían en la copa, como si provinieran de alguna fuente invisible en la atmósfera de la habitación, tres o cuatro grandes gotas de un líquido brillante del color rubí. Si yo lo vi, no pasó lo mismo con Rowena. Bebió el vino sin vacilar, y me abstuve de comentarle esta circunstancia, que, según pensé, debía considerarse una sugestión de una imaginación excitada, morbosamente activada por el terror de mi mujer, el opio y la hora.
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