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-Las medidas, pues - continuo él-, eran buenas en su clase y bien ejecutadas; su defecto estaba en ser inaplicables al caso y al hombre. Un cierto conjunto de recursos altamente ingeniosos son para el prefecto una especie de lecho de Procusto, a los que adapta forzadamente sus designios. Así es que perpetuamente yerra por ser demasiado profundo, o demasiado superficial, en los asuntos que se le confían, y muchos niños de escuela son mejores razonadores que él. He conocido uno, de unos ocho años de edad, cuyos éxitos adivinando en el juego de «pares y nones» atraían la admiración de todo el mundo. Este juego es simple, y se juega con canicas. Uno de los jugadores oculta en su mano una cantidad de esas canicas, y pregunta a otro si ese número es par o non. Si el preguntado adivina, gana una; si no, pierde una. El niño de que hablo, ganaba todas las canicas de la escuela. Por consiguiente, tenía algún método para acertar, y éste se basaba en la simple observación y el cálculo de la astucia de sus contrincantes. Por ejemplo, un simple bobalicón es su contrario, y levantando una mano cerrada, y pregunta: ¿son pares o nones? Nuestro niño replica: «Nones», y pierde; pero a la segunda vez gana, porque entonces se dice a sí mismo: «El bobalicón tenía pares la primera vez, y su cantidad de astucia es justamente la suficiente para llevarlo a poner nones en la segunda; por consiguiente, apostaré «nones»; apuesta a nones, y gana. Ahora, con un bobo de un grado mayor que el primero, hubiera razonado así: «Este tal, sabe que en el primer caso aposté a nones, y en el segundo se le ocurrirá, en el primer impulso, una simple variación de pares a nones, como hizo mi otro contrario; pero entonces un segundo pensamiento le sugerirá que ésta es una variación demasiado simple, y, finalmente, decidirá poner pares como antes. Por consiguiente, apostaré a pares»; apuesta a pares, y gana. Ahora bien, este sistema de razonar en el niño de escuela, a quien sus compañeros llamaban afortunado, ¿qué es, en último análisis?

- Es simplemente -dije- una identificación del intelecto del razonador con el de su contrario.

- Eso es - dijo Dupin -; y después de preguntar al niño cómo efectuaba esa completa identificación en que residía su éxito, recibí la siguiente respuesta: «Cuando deseo saber cuán sabio o cuán estúpido, o cuán bueno o cuán malo es alguien, o cuáles son sus pensamientos en un instante dado, acomodo la expresión de mi rostro, tan cuidadosamente como me sea posible, de acuerdo con la expresión del rostro de él, y entonces trato de ver qué pensamientos o sentimientos nacen en mi mente, que igualen o correspondan a la expresión de mi cara.» La respuesta de este niño de escuela supera incluso la éxpurea profundidad que ha sido atribuida a La Rochefoucault, la Bruyere, Maquiavelo y Campanella.

-Y la identificación -dije- del intelecto del razonador con el de su contrario, depende, si le entiendo a usted bien, de la exactitud con que se mide la inteligencia de este último.

-Para su valor práctico depende de eso - replicó Dupin-; y el prefecto y toda su cohorte fracasan tan frecuentemente, primero, por no lograr dicha identificación, y segundo, por mala apreciación, o mas bien por no medir la inteligencia con la que se miden. Consideran únicamente sus propias ideas ingeniosas; y buscando cualquier cosa oculta, tienen en cuenta solamente los medios con que ellos la habrían escondido. Tienen mucha razón en todo: que su propio ingenio es una fiel representación del de las masas; pero cuando la astucia del reo es diferente en carácter de la de ellos, el reo se les escapa; es lógico. Eso sucede siempre que esa astucia es superior de la de ellos, y, muy habitualmente cuando está por abajo. No tienen variación de principio en sus investigaciones; lo más que hacen, cuando se ven excitados por algún caso insólito, por alguna extraordinaria recompensa, es extender o exagerar sus viejas rutinas de práctica, sin modificar sus principios. Por ejemplo, en este caso de D***, ¿qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué es todo este taladrar, probar, hacer sonar y registrar con el microscopio, y dividir la superficie del edificio en cuidadosas pulgadas cuadradas y numeradas?

¿Qué es todo eso, sino una exageración de la aplicación de un principio o conjunto de principios de pesquisa, que está basado sobre un conjunto de nociones respecto a la ingeniosidad humana, a que el prefecto, en la larga rutina de su deber, se ha acostumbrado? ¿No ve usted que G*** da por sentado que todos los hombres que quieren ocultar una carta, si no precisamente en un agujero hecho con barrena en la pata de una silla, lo hacen, cuando menos, en algún oculto agujero o rincón sugerido por el mismo tenor del pensamiento que inspira a un hombre la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? ¿Y no ve usted también que tales rincones buscados para ocultar, se emplean únicamente a las ocasiones ordinarias, y sólo son adoptados por inteligencias ordinarias? Porque en todos los casos de ocultamiento cabe presumir que en principio se ha efectuado dentro de esas coordenadas; y su descubrimiento depende, no tanto de la perspicacia , sino del simple cuidado, la paciencia y la determinación de los buscadores; y cuando el caso es de importancia, o lo que quiere decir lo mismo a los ojos policiales, cuando la recompensa es de magnitud, las cualidades en cuestión jamás fallan.

Ahora entenderá usted indudablemente lo que quise decir, sugiriendo que, si la carta hubiera sido ocultada en cualquier parte dentro de los límites del examen del prefecto, o en otras palabras, si el principio inspirador de su ocultación hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto, su descubrimiento habría sido un asunto absolutamente fuera de duda. Este funcionario, sin embargo, ha sido completamente engañado; y la fuente originaria de sus fracaso reside en la suposición de que el ministro es un loco porque ha adquirido fama como poeta. Todos los locos son poetas; esto es lo que cree el prefecto, y es simplemente culpable de un non disiributio medii al inferir de ahí que todos los poetas son locos.

-¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté- Hay dos hermanos, me consta, y ambos han alcanzado reputación en las letras. El ministro, creo, ha escrito doctamente sobre cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.

-Está usted equivocado; yo le conozco bien, es ambas cosas.

Como poeta y matemático, habría razonado bien; como simple matemático no habría razonado absolutamente, y hubiera estado a merced del prefecto.

-Usted me sorprende -dije- con esas opiniones, que han sido contradecidas por la voz del mundo. Suponga que no pretenderá aniquilar una bien digerida idea con siglos de existencia.

 
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