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-¿Registraron el suelo, bajo las alfombras?

-Sin duda. Removimos todas las alfombras, Y examinamos los bordes con el microscopio.

-¿Y el papel de las paredes?

-También.

-¿Buscaron en los sótanos?

-Sí

-Entonces -dije- han hecho ustedes un mal cálculo, y la carta no está entre las posesiones del ministro, como suponen.

-Temo que usted tenga razón -repuso el prefecto-. Y ahora, Dupin, ¿qué me aconseja que haga?

-Hacer una nueva revisión de la casa de] ministro.

-Eso es absolutarnente innecesario -replicó G***-; estoy tan seguro como que respiro, de que la carta no está en la casa.

-Pues no tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-

¿Téndrá usted, como es natural, una cuidadosa descripción de la

carta?

-¡Ya lo creo!

Y aquí el prefecto, sacando un memorándum, nos leyó en voz alta un minucioso informe de la carta, especialmente de la apariencia externa del documento perdido. Poco después de esta descripción, cogió su sombrero y se fue, mucho más desalentado de lo que le había visto nunca antes.

Casi cerca de un mes había pasado, cuando nos hizo otra visita, encontrándonos ocupados exactamente de la misma manera que la otra vez. Cogió una pipa y una silla, y principió una conversación sobre cosas ordinarias. Por último, le dije:

-Y bien, señor G***, ¿qué hay sobre la carta robada? Presumo que se habrá usted convencido, al fin, de que no hay cosa más dificil que sorprender al ministro.

-¡Que el diablo lo confunda! esa es la verdad; hice el nuevo examen, sin embargo, como Dupin me lo aconsejó, pero ha sido tiempo perdido, como yo suponía.

-¿A cuánto asciende la recompensa ofrecida, dijo usted? -preguntó Dupin.

-¿Cuánto? una gran cantidad, una recompensa verdaderamente liberal; no quiero decir cuánto exactamente, pero diré una cosa: y es que estaría dispuesto a dar un cheque con ¡mi firma por cincuenta mil francos, a cualquiera que me entregara la carta. El asunto se está haciendo día a día cada vez más importante, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero aunque fuera triplicada, no podría hacer más de lo que he hecho.

-Veamos- dijo Dupin lentamente, entre una y otra bocanada de humo-; realmente pienso, G***, que usted no ha hecho todo lo que podía en este asunto. ¿No cree que podría hacer un poco más?

-¿Cómo? ¿De qué manera?

-¡Pst! creo, puff, puff, que usted podría, puff, puff, pedir consejo sobre este asunto; puff, priff, puff. ¿Se acuerda usted de lo que se cuenta de Abernethy!

-¡No! ¡Al diablo con su Abernethy!

-¡Está bueno! al diablo con él, y buena suerte. Pero he aquí el hecho. Una vez, cierto ricacho muy avaro concibió la idea de obtener gratis de ese Abernethy una opinión médica. Habiendo procurado con ese objeto estar solo con él en una conversación corriente, le insinuó su propio caso como el de un individuo imaginario.

-Supongarnos- dijo el tacaño -, que sus síntomas son tales y tales; ahora doctor, ¿qué le aconsejaría usted?

-¿Qué le aconsejaría? -dijo Abernethy-; ¡psh! que viera a un médico.

-Pero -dijo el prefecto, algo desconcertado-, yo estoy dispuesto a pedir consejo, y a pagarlo. Daría realmente cincuenta mil francos a cualquiera que me ayudara en este asunto.

-En ese caso - replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques-, puede usted perfectamente hacerme un cheque por la cantidad mencionada. Cuando lo haya firmado, le entregaré la carta.

Quedé estupefacto. El prefecto parecía como herido por un rayo. Durante algunos minutos permaneció sin habla y sin movimiento, mirando incrédulamente a mi amigo con la boca abierta y los ojos que parecían saltárseles de las órbitas; después, aparentemente recobrando la conciencia de su ser, cogió una pluma y, después de algunas pausas y miradas sin objeto, hizo por último y firmó un cheque por 50.000 francos, y lo alcanzó por sobre la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo guardó en su cartera; después, abriendo su escritorio, cogió de él una carta y la entregó al prefecto. El funcionado se abalanzó sobre ella en una perfecta convulsión de alegría, la abrió con mano temblorosa, arrojó una rápida ojeada a su contenido, y entonces, agitado y fuera de sí, abrió la puerta y sin ceremonia de ninguna especie salió del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde que Dupin le había pedido que hiciera el cheque.

Cuando nos quedarnos solos, mi amigo consintió en darme explicaciones.

-La policía parisina -dijo- es sumamente buena en su especialidad. Es perseverante, ingeniosa, astuta y perfectamente versada en los conocimientos que sus deberes parecen necesitar con más urgencia. Así, cuando G*** nos detalló su modo de registrar los sitios en la casa de D***, tuve plena confianza en que había practicado una investigación satisfactoria, hasta donde lo permiten sus conocimientos.

-¿Hasta dónde lo permiten? -pregunté.

-Sí -dijo Dupin- Las medidas adoptadas eran, no solamente las mejores de su clase, sino que se acercaban a la perfección absoluta. Si la carta hubiera estado oculta en el radio de esa pesquisa, los agentes de policía, indiscutiblemente, la hubieran encontrado.

Me sonreí por toda respuesta, pero mi amigo parecía perfectamente serio en todo lo que decía.

 
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