El landó en que Cecilia se encaminaba a las carreras era
un landó en forma de góndola, con barniz azul oscuro y forro
blanco. Los grandes casquillos de las ruedas brillaban como si fueran de oro, y
los rayos, nuevos y lustrosos, giraban deslumbrando las miradas con espejos de
barniz nuevo. Daba grima pensar que aquellas ruedas iban rozando los guijarros
angulosos, las duras piedras y la arena lodosa de las avenidas. Cecilia se
reclinaba en los mullidos almohadones, con el regodeo y deleite de una mujer
que, antes de sentir el contacto de la seda, sintió los araños de
la jerga. Iba contenta; se conocía que acababa de comer trufas. Si un
chuparrosa hubiera cometido la torpeza de confundir sus labios con las ramas de
mirto, habría sorbido en esa ánfora escarlata la última
gota de champagne.
Cecilia entornaba los párpados para no sentir la cruda
reverberación del sol. La sombrilla roja arrojaba sobre su cara picaresca
y su vestido lila un reflejo de incendio. El anca de los caballos, herida por la
luz, parecía de bronce florentino. Los curiosos, al verla,
preguntaban:
-¿Quién será?
Y un amigo filósofo, haciendo memoria de cierta frase
gráfica, decía:
-Una duquesa o una prostituta.
Nada más la enfermita moribunda conoció a esa
mujer. Era su hermana.