El sol parece enrojecer la seda de las sombrillas y la sangre
de las venas: ¡quizá ya no le veas mañana, pobre
niña! Toda esa muchedumbre canta, ríe: tú ya no tienes
fuerzas para llorar y ves ese mudable panorama, como vería las curvas y
los arabescos de la danza el alma que penase en los calados de una cerradura. Ya
te vas alejando de la vida, como una blanca neblina que el sol de la
mañana no calienta. Otras ostentarán su belleza en los almohadones
del carruaje, en las tribunas del turf, y en los palcos del teatro; a ti
te vestirán de blanco, pondrán la amarilla palma entre tus manos,
y la llama oscilante de los cirios amarillos perderá sus reflejos en los
rígidos pliegues de tu traje y en los blancos azahares, adorno de tu
negra cabellera.
Tú te ases a la vida, como agarra el pequeñito
enfermo los barrotes de su cama, para que no lo arrojen a la tina llena de agua
fría. Tú, pobre niña, casi no has vivido.
¿Qué sabes de las fiestas en que choca el cristal de las delgadas
copas y se murmuran las palabras amorosas? Tú has vivido sola y pobre,
como la flor roja que crece en la granosa oquedal de un muro viejo o en el
cañón de una canal torcida. No envidias, sin embargo, a los que
pasan. ¡Ya no tienes fuerza ni para desear!
Apartando la vista de aquel cuadro, la fijé en los
carruajes que pasaban.