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Los carruajes pasaban con el ruido armonioso de los muelles
nuevos; el landó, abriendo su góndola, forrada de azul raso,
descubría la seda resplandeciente de los trajes y la blancura de las
epidermis; el faetón iba saltando como un venado fugitivo, y el mail
coach, coronado de sombreros blancos y sombrillas rojas, con las damas
coquetamente escalonadas en el pescante y en el techo, corría
pesadamente, como un viejo soltero enamorado, tras la griseta de ojos
picarescos. Y parecía que de las piedras salían voces, que un vago
estrépito de fiesta se formaba en los aires, confundiendo las carcajadas
argentinas de los jóvenes, el rociar de los coches en el empedrado, el
chasquido del látigo que se retuerce como una víbora en los aires,
el son confuso de las palabras y el trote de los caballos fatigados. Esto es:
vida que pasa, se arremolina, bulle, hierve; bocas que sonríen, ojos que
besan con la mirada, plumas, sedas, encajes blancos y pestañas negras; el
rumor de la fiesta desgranando su collar de sonoras perlas en los verdosos
vidrios de esa humilde casa, donde se iba extinguiendo una existencia joven e
íbanse apagando dos pupilas negras, como se extingue una bujía
lamiendo con su llama la arandela, y como se desvanecen y se apagan los blancos
luceros de la madrugada.
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