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Impia tortorum longas hic turba furores

Sanguinis innocui, non satiata, aluit.

Sospite nunc patria, fracto nunc.funeris antro,

Mors ubi dira fuit vita alusque patent.

 

[Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que

había de ser construido en el emplazamiento del Club de

los Jacobinos de París.]

Sentía náuseas, náuseas de muerte después de esa larga agonía; y, cuando por fin me desataron y me dejaron sentar, comprendí que perdía el sentido. La sentencia, la espantosa sentencia de muerte, fue el último sonido reconocible que oyeron mis oídos. Después, el murmullo de las voces de los inquisidores pareció fundirse en un soñoliento zumbido indeterminado. Y esto me trajo a la mente la idea de revolución, tal vez porque en mi fantasía la asociaba con el ronroneo de una rueda de molino. Aquello duró muy poco, porque pronto dejé de oír. Sin embargo, pude ver, ¡pero qué terriblemente exagerado era todo! Vi los labios de los jueces con togas negras. Me parecían blancos... más blancos que la hoja sobre la que trazo estas palabras, y finos hasta lo grotesco; finos por la intensidad de sus expresiones de firmeza, de inamovibles resoluciones, de inflexibles desprecios hacia la tortura humana. Vi que los decretos de lo que para mí era el destino estaban saliendo de aquellos labios. Los vi retorcerse mientras pronunciaban una frase mortal. Los vi formar las sílabas de mi nombre, y me estremecí porque no me llegaba ningún sonido. Y en esos momentos de horror delirante vi también cómo oscilaban imperceptible y suavemente las negras colgaduras que tapaban las paredes de la sala. Entonces mi mirada se posó en las siete velas de la mesa. Al principio me parecieron símbolos de caridad, como blancos y estilizados ángeles que me salvarían; pero entonces, de repente, una náusea mortal recorrió mi espíritu y sentí que todas las fibras de mi cuerpo vibraban como si hubiera tocado los hilos de una batería galvánica, mientras las formas angélicas se convertían en fantasmas de cabezas llameantes, y entendí que no me vendría ninguna ayuda de ellos. Entonces penetró en mi fantasía, como una profunda nota musical, la idea de que la tumba debía ser el lugar del más dulce descanso. Ese pensamiento vino lentamente y de puntillas, de tal forma que pasó un tiempo antes de apreciarlo plenamente; pero en el instante en que mi espíritu llegaba a aferrarlo, las figuras de los jueces se desvanecieron como por arte de magia, las altas velas se hundieron en la nada, sus llamas se apagaron, y me envolvió la más negra oscuridad. Todas mis sensaciones fueron tragadas por el torbellino de una caída en profundidad, como la caída del alma en el Hades. Y luego el universo no fue más que silencio, quietud y noche.

Me había desmayado, pero no puedo afirmar que hubiera perdido por completo la conciencia. No trataré de definir, ni siquiera de describir, lo que me quedaba de ella, sin embargo no la había perdido por completo. En el más profundo sopor... ¡no! En el delirio... ¡no! En el desmayo... ¡no! En la muerte... ¡no!, incluso en la tumba no todo se pierde. De lo contrario, no existiría la inmortalidad para el hombre. Al despertarnos del más profundo sopor, rompemos el finísimo velo de algún sueño. Sin embargo, un segundo después (tan fino pudo haber sido aquel velo) no nos acordamos de haber soñado. Cuando volvemos a la vida después de un desmayo, pasamos por dos etapas: primero, la del sentimiento de la existencia mental o espiritual, segundo, la del sentimiento de la existencia física. Es probable que si, al llegar a la segunda etapa, pudiéramos recordar las impresiones de la primera, éstas contendrían multitud de recuerdos del abismo que se abre más atrás. Y ese abismo... ¿qué es? ¿Cómo se pueden distinguir sus sombras de las de la tumba? Pero si las impresiones de lo que he llamado la primera etapa no se pueden recordar por un acto de voluntad, ¿no se presentarán inesperadamente, después de un largo intervalo, mientras nos preguntamos maravillados de dónde vienen? Aquél que no se ha desmayado no descubrirá extraños palacios y caras fantásticamente familiares en los troncos encendidos; no contemplará, flotando en el aire, las tristes visiones que la mayoría no es capaz de ver; no pensará en el perfume de una flor rara, no sentirá que su mente se exalta ante una cadencia musical que jamás le había llamado la atención antes.

Entre frecuentes y tenaces esfuerzos por recordar, entre encendidas luchas por recoger algún vestigio de ese estado de aparente aniquilación en el que se había hundido mi espíritu, ha habido momentos en los que he vislumbrado el triunfo; breves, brevísimos períodos en los que pude evocar recuerdos que, a la luz de mi lucidez posterior, sólo podían referirse a ese momento de aparente inconsciencia. Esas sombras de recuerdo me muestran, de una forma borrosa, altas figuras que me levantaron y me llevaron en silencio, descendiendo... descendiendo... siempre descendiendo... hasta que un horrible mareo me sobrecogió ante la sola idea de lo interminable de ese descenso. También revelan el vago horror que sentía en mi corazón, por la quietud monstruosa que me invadía. Viene luego una sensación de súbita inmovilidad que invade todas las cosas; como si los que me llevaban (¡atroz cortejo!) hubieran cruzado en su descenso los límites de lo ilimitado y descansaran del cansancio de su tarea. Y después de esto llega a la mente un recorrido de desazón y humedad, y luego, todo es locura, la locura de una memoria que lucha entre cosas prohibidas.

De repente, el movimiento y el sonido volvieron otra vez a mi espíritu: el tumultuoso movimiento de mi corazón y, a mis oídos, el sonido de su latir. Siguió una pausa, en la que todo era confuso. Y otra vez sonido, movimiento y tacto, una sensación de hormigueo en todo mi cuerpo. Y luego la simple conciencia de existir, sin pensamiento, algo que duró bastante tiempo. Después, bruscamente, el pensamiento, y un terror estremecedor y el esfuerzo intenso por comprender mi verdadero estado. Siguió un profundo deseo de caer en la insensibilidad. Y otra vez un violento revivir del espíritu y el esfuerzo por moverme hasta conseguirlo. Y entonces el recuerdo vivo del proceso, los jueces, las negras colgaduras, la sentencia, la náusea, el desmayo. Y un olvido total de todo lo que siguió, de todo lo que tiempos posteriores, y con un esfuerzo intenso, me han permitido recordar vagamente.

 
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de Edgar Allan Poe

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