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Mirando hacia arriba observé el techo de mi prisión. Tendría unos treinta o cuarenta pies de alto, y su construcción se parecía a la de las paredes. En uno de sus paneles una figura extraña atrajo mi atención. La pintura representaba el Tiempo, como se suele representar, salvo que, en lugar de guadaña, sostenía lo que me pareció la pintura de un pesado péndulo, semejante a los que vemos en los antiguos relojes. Sin embargo, algo de la apariencia de aquella pintura me movió a mirarla con más atención. Mientras la miraba directamente de abajo hacia arriba (porque estaba colocada exactamente encima de mí), tuve la impresión de que se movía. Un instante después esta impresión quedó confirmada. La oscilación del péndulo era breve, y, por supuesto, lenta. Lo observé durante un rato, con más perplejidad que miedo. Por fin, cansado de contemplar su movimiento monótono, volví los ojos a los otros objetos de la celda.

Un ligero ruido atrajo mi atención y, mirando hacia el suelo, vi cruzar varias ratas enormes. Habían salido del pozo, que estaba al alcance de mi vista, a la derecha. Aun entonces, mientras las miraba, subían muchas, apresuradamente, con ojos de hambre, atraídas por el olor de la carne humana. Me costó mucho trabajo ahuyentarlas del plato de comida.

Habría pasado media hora, quizás una hora- pues tenía una idea confusa del tiempo-, antes de levantar de nuevo la mirada hacia arriba. Lo que vi entonces me dejó confundido y asombrado. El desplazamiento del péndulo había aumentado casi una yarda. Y como consecuencia natural, su velocidad era mucho mayor. Pero lo que más me perturbó fue comprobar que había descendido visiblemente. Entonces observé- y es inútil añadir que con mucho horror- que su extremidad inferior estaba formada por una media luna de acero reluciente, que medía aproximadamente un pie de punta a punta; las puntas se curvaban hacia arriba y el borde inferior estaba tan afilado como una navaja. Aunque afilado como una navaja, el péndulo parecía pesado y macizo, ensanchándose desde el filo hasta rematar en una sólida y ancha masa. Colgaba de un pesado vástago de bronce, y todo el mecanismo silbaba al oscilar en el aire.

Ya no podía tener dudas sobre el destino que el torturador ingenio de los monjes me había preparado. Los agentes de la Inquisición se habían dado cuenta de mi descubrimiento del pozo, el pozo, cuyos horrores estaban destinados a un renegado tan obstinado como yo; el pozo, típico símbolo del infierno, última Thule de los castigos de la Inquisición, según se decía. Había evitado caer en ese pozo por el más casual accidente, y sabía perfectamente que la sorpresa, la precipitación brusca en los tormentos constituían una parte importante de las siniestras muertes que tenían lugar en aquellos calabozos. Al no haber caído en el pozo, el diabólico plan no contaba con arrojarme por la fuerza al abismo, y por eso- como no quedaba otra alternativa- ahora me aguardaba un final distinto y mucho más benigno. ¡Más benigno! Casi me sonreí en medio del espanto pensando en la aplicación de esta palabra.

¿Para qué sirve hablar durante largas, largas horas de un horror más que mortal, durante las cuales conté las silbantes vibraciones del acero? Pulgada tras pulgada, oscilación tras oscilación, un descenso que sólo puede apreciarse tras intervalos que parecían siglos... cada vez se iba aproximando más, mucho más. Pasaron días- puede que hayan pasado muchos días- antes de que oscilara tan cerca de mí, que parecía abanicarme con su acre aliento. El olor del afilado acero penetraba en mis sentidos... Supliqué, cansando al cielo con mis ruegos, que el péndulo descendiera con más rapidez. Me volví loco, me desesperé e hice todo lo posible por ponerme de pie y quedar en el camino de la oscilación de la horrible cimitarra. Y después caí en una repentina calma, y me quedé inmóvil sonriendo a aquella reluciente muerte como un niño ante un bonito juguete.

Siguió otro intervalo de absoluta insensibilidad. Fue corto, pues al volver de nuevo a la vida noté que no se había producido ningún descenso perceptible del péndulo. Podía haber durado mucho, pues sabía que aquellos demonios estaban al acecho de mis desmayos y podrían haber detenido el péndulo a su capricho. Al volver en mí, me sentí inexpresablemente enfermo y débil, como después de un prolongado ayuno. Aun en la agonía de esas horas, la naturaleza humana ansiaba alimento. Con un penoso esfuerzo extendí el brazo izquierdo todo lo que me permitían las ataduras y me apoderé de unas pocas sobras que habían dejado las ratas. Cuando me llevaba una porción de alimento a los labios, pasó por mi mente un pensamiento de alegría apenas nacida..., de esperanza. Pero, ¿qué tenía yo que ver con la esperanza? Era aquél, como he dicho, un pensamiento apenas esbozado... El hombre tiene muchos así, que nunca llegan a completarse. Sentí que era de alegría, de esperanza, pero también sentí que acababa de extinguirse en plena elaboración. Luché en vano por completarlo, por recobrarlo. El prolongado sufrimiento había aniquilado casi por completo mis facultades mentales ordinarias. No era más que un imbécil, un idiota.

La oscilación del péndulo formaba un ángulo recto con mi cuerpo extendido. Vi que la media luna estaba orientada para cruzar la zona del corazón. Rompería la estameña de mi sayo..., volverla a repetir la operación..., y otra vez..., otra vez... A pesar de su recorrido terriblemente amplio (unos treinta pies o más) y de la silbante violencia de su descenso, capaz de romper incluso las paredes de hierro, lo único que haría durante varios minutos sería cortar mi sayo. Tuve que parar mis pensamientos a esa altura, pues no me atrevía a continuar mi reflexión. Me mantuve en ella, con la atención pertinazmente fija, como si haciendo esto pudiera detener en ese punto el descenso de la hoja de acero. Me obligué a meditar sobre el sonido que haría la media luna cuando pasara cortando el sayo y la extraña sensación de estremecimiento que produce en los nervios el roce de una tela. Pensé en todas estas frivolidades hasta el límite de mi aguante.

Bajaba.... seguía bajando lentamente. Sentí un frenético placer comparando la velocidad lateral con la de su descenso. A la derecha... a la izquierda... hacia los lados, con el aullido de un espíritu infernal..., hacia mi corazón, con el paso sigiloso del tigre. Sucesivamente me reí a carcajadas y chillé, según me dominara una u otra idea.

 
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de Edgar Allan Poe

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