Libre... ¡y en las garras de la Inquisición! Apenas me había apartado de mi lecho de horror para ponerme de pie en el piso de piedra del calabozo, cesó el movimiento de la máquina infernal y la vi subir, movida por una fuerza invisible, hasta desaparecer por el techo. Aquello fue una lección que aprendí muy desesperadamente. Estaba claro que espiaban cada uno de mis movimientos ¡Libre! Sólo había escapado de la muerte bajo una forma de tortura, para ser entregado a otra que sería peor aún que la misma muerte. Pensando en esto, recorrí nerviosamente con los ojos los barrotes de hierro que me encerraban. Algo insólito, un cambio que al principio no pude distinguir claramente, se había producido en el calabozo. Durante largos minutos, sumido en una temblorosa y vaga abstracción, estuve ocupado en vanas y deshilvanadas conjeturas. En estos momentos me di cuenta por primera vez del origen de la sulfurosa luz que iluminaba la celda. Procedía de una fisura de media pulgada de ancho, que rodeaba al calabozo al pie de todas las paredes, que así parecían- y en realidad lo estaban- completamente separadas del suelo. Me fue imposible ver nada a través de esa abertura, a pesar de mis esfuerzos.
Al ponerme otra vez de pie, comprendí de repente el misterio del cambio que había tenido lugar en la celda. Ya he dicho que, aunque las siluetas de las figuras pintadas en las paredes eran bastante nítidas, los colores parecían borrosos e indefinidos. Pero ahora esos colores habían adquirido un brillo intenso y sorprendente, que cada vez crecía más y que daba a las espectrales y diabólicas imágenes un aspecto que habría quebrantado nervios aún más fuertes que los míos. Ojos demoníacos, de una salvaje y aterradora vivacidad, me miraban ferozmente desde mil direcciones, donde ninguno antes había sido visible, y brillaban con el brillante resplandor de un fuego que mi imaginación no conseguía concebir como irreal.
¡Irreal!... Mientras respiraba, llegó a mis narices el olor característico del vapor que surge del hierro candente... Aquel olor sofocante llenaba la celda... Un brillo cada vez más profundo crecía en los ojos que contemplaban ferozmente mi agonía... Los sangrientos horrores representados en las paredes empezaron a ponerse rojos... Yo jadeaba, intentando respirar. Ya no tenía ninguna duda sobre la intención de mis torturadores... ¡Eran los más implacables, los más demoníacos entre los hombres! Corrí hacia el centro de la celda, alejándome del metal candente. Al enfrentarme en mi pensamiento con la horrible destrucción que me aguardaba, la idea de la frescura del pozo invadió mi alma como un bálsamo. Corrí hasta su borde mortal. Haciendo un esfuerzo, miré hacia abajo. El resplandor del ardiente techo iluminaba sus más recónditos recovecos. Y, sin embargo, durante un horrible instante, mi espíritu se negó a comprender el sentido de lo que veía. Por fin, ese sentido se abrió camino, avanzó poco a poco hasta mi mente, hasta grabarse en fuego en mi estremecida razón. ¡Cómo podría expresarlo! ¡Oh espanto! ¡Todo... todo menos eso! Con un alarido me tiré hacia atrás y hundí mi cara entre las manos, sollozando amargamente.
El calor aumentaba rápidamente, y una vez más miré hacia arriba, temblando como en un ataque de calentura. Un segundo cambio se había producido en la celda..., y esta vez el cambio tenía que ver con su forma. Igual que antes, fue inútil que intentara inmediatamente apreciar o comprender lo que estaba pasando. Pero mis dudas no duraron mucho. Mi doble escapatoria había acelerado la venganza de la Inquisición, y ya no permitiría más demoras el Rey de los Terrores. Hasta entonces mi celda había sido cuadrada. De repente vi que dos de sus ángulos de hierro se habían vuelto agudos y los otros dos, en consecuencia, obtusos. La espantosa diferencia creció rápidamente con un ruido profundo, retumbante y quejumbroso. En un instante la celda había cambiado su forma por la de un rombo. Pero el cambio no se paró ahí: yo no esperaba ni deseaba que se detuviera. Podría haber apretado mi pecho contra las rojas paredes, como si fueran vestiduras de paz eterna. «¡La muerte!»- clamé-. «¡Cualquier muerte menos la del pozo!» ¡Insensato! ¿No me resultaba completamente claro que esos hierros al rojo vivo no tenían otro objeto que precipitarme en el pozo? ¿Podría resistir yo el fuego? Y si no lo resistía, ¿cómo me podría oponer a su presión? El rombo se iba achatando cada vez más, con una rapidez que no me dejaba tiempo de mirar.
Su centro, y por tanto su diagonal mayor, llegaba ya al abierto abismo. Me tiré para atrás, Pero las paredes movientes me empujaban irresistiblemente hacia adelante. Por fin no quedaba ni una pulgada sobre el suelo firme del calabozo donde apoyar mi retorcido y quemado cuerpo. Dejé de luchar, pero la agonía de mi alma se desahogó en un agudo, prolongado alarido final de desesperación. Sentí que me tambaleaba al borde del pozo... Desvié la mirada.
¡Y escuché un discordante clamor de voces humanas! ¡Resonó un fuerte toque de trompetas! ¡Oí un áspero chirriar parecido al de mil truenos! ¡Las ardientes paredes retrocedieron! Una mano extendida cogió la mía, cuando, desvanecido, caía al abismo. Era la del general Lasalle. El ejército francés acababa de entrar en Toledo. La Inquisición había caído en manos de sus enemigos.