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Bajaba..., ¡seguro, implacable, bajaba! Pasaba vibrando a tres pulgadas de mi pecho. Luché con violencia, furiosamente, para soltar mi brazo izquierdo, que sólo estaba libre a partir del codo. Podía llevar, con gran esfuerzo, la mano desde el plato, puesto a mi lado, hasta la boca, pero no más allá. Si hubiera podido romper las ataduras por encima de mi codo, habría intentado agarrar y detener el péndulo. ¡Pero hubiera sido igual que intentar atajar un alud!

Bajaba... ¡sin cesar, inevitablemente, bajaba! Luché, jadeando, a cada oscilación. Me encogía convulsivamente a cada paso por recorrido de péndulo. Mis ojos seguían su carrera hacia arriba o abajo con la ansiedad de la más inexplicable desesperación; mis párpados se cerraban con un espasmo en cada descenso, aunque la muerte hubiera sido un alivio, ¡qué alivio más inexpresable! Sin embargo se estremecía cada uno de mis nervios al pensar que el más mínimo deslizamiento del mecanismo precipitaría aquella reluciente y afilada hacha contra mi pecho. Esa esperanza hacía que se estremeciesen mis nervios y se contrajera mi cuerpo. Era la esperanza- esa esperanza que triunfa incluso en el potro de suplicio, que susurra al oído de los condenados a muerte hasta en los calabozos de la Inquisición.

Calculé que después de diez o doce oscilaciones el acero se pondría en contacto con mi sayo, y en el instante en que me di cuenta de este detalle se apoderó de mi espíritu toda la penetrante calma concentrada de la desesperación. Por primera vez en muchas horas o tal vez días me puse a pensar. Ahora se me ocurrió que la cuerda, o cíngulo que me ataba era de una sola pieza. Mis ligaduras no eran muchas cuerdas sueltas. El primer roce de la afiladísima media luna sobre la cuerda bastaría para soltarla y, con la ayuda de mi mano izquierda, podría desatarme del todo. Pero, ¡qué espantosa, en ese caso, era la proximidad del acero! ¡Qué mortal resultaría la menor lucha! Además, ¿era verosímil que los esbirros de los torturadores no hubieran previsto esa posibilidad? ¿Era probable que la cuerda cruzara mi pecho en el mismo lugar por donde pasaría el péndulo? Temiendo descubrir que mi débil y, al parecer, última esperanza se frustrara, levanté la cabeza lo suficiente para distinguir con claridad mi pecho. El cíngulo envolvía mis miembros y mi cuerpo en todas direcciones, salvo en el lugar por donde pasaría la media luna.

Apenas había dejado caer la cabeza hacia atrás, me cruzó por la mente algo que sólo puedo describir como la informe mitad de aquella idea de liberación que he mencionado antes, y de la cual sólo una parte flotaba borrosamente en mi mente cuando llevé la comida a mis ardientes labios. Entonces el pensamiento completo estaba presente, débil, apenas sensato, apenas definido... pero entero. Inmediatamente, con la nerviosa energía de la desesperación, me puse a ejecutarlo.

Durante horas y horas, gran cantidad de ratas había pululado por las proximidades del armazón de madera sobre el que estaba echado. Eran ratas salvajes, atrevidas, hambrientas; sus rojas pupilas me miraban centelleantes, como si esperaran verme inmóvil para convertirme en su presa. «¿A qué alimento- pensé- se habrán acostumbrado en el pozo?»

A pesar de mis esfuerzos por impedirlo, ya habían devorado el contenido del plato, salvo unas pocas migajas. Mi mano se había agitado como un abanico sobre el plato; pero, a la larga, la uniformidad del movimiento le hizo perder su efecto. En su voracidad, los asquerosos animales clavaban sus agudos dientes en mis dedos. Tomé entonces los trozos de la aceitosa y sazonada carne que quedaban en el plato, froté cuidadosamente con ellos las ataduras hasta donde pude alcanzar; y después, quitando la mano del suelo, permanecí completamente inmóvil, conteniendo la respiración.

De entrada los hambrientos animales se quedaron sorprendidos y aterrorizados por el cambio... cesó el movimiento. Retrocedieron alarmados, y muchos se refugiaron en el pozo. Pero esto duró sólo un instante. Pues no en vano yo había contado con su voracidad. Al observar que seguía sin moverme, una o dos de las más atrevidas saltaron al armazón y olfatearon el cíngulo. Eso fue la señal para que todas entraran. Salían del pozo, corriendo en cuadrillas. Se agarraban a la madera, corrían por ella y saltaban a centenares por mi cuerpo. El acompasado movimiento del péndulo no les molestaba en absoluto. Evitando sus golpes, se precipitaron sobre las ligaduras untadas. Se apretujaban, cada vez corrían más por encima de mí. Se retorcían cerca de mi garganta, sus fríos hocicos buscaban mis labios. Yo me sentía ahogar bajo su creciente peso; un asco que no tiene nombre en este mundo llenaba mi pecho y helaba con su espesa viscosidad mi corazón. Pero un minuto más, y acabaría la lucha. Claramente percibí que se aflojaban las ataduras. Me di cuenta de que debían estar cortada en más de una parte. Y, sin embargo, con una determinación que superaba lo humano, me mantuve inmóvil.

No me había equivocado en mis cálculos, ni había aguantado todo aquello en vano. Por fin sentí que estaba libre. El cíngulo colgaba en tiras al lado de mi cuerpo. Pero el paso del péndulo ya alcanzaba mi pecho. Había partido la estameña del sayo y ahora cortaba la tela de mi camisa. Pasó dos veces más, y un dolor muy agudo recorrió mis nervios. Pero había llegado el momento de escapar. Apenas agité la mano, mis libertadoras huyeron precipitadamente. Con un movimiento uniforme, cauteloso, y encogiéndome todo lo que podía, me deslicé lentamente fuera de las ligaduras, fuera del alcance de la cimitarra. De momento, al menos, estaba libre.

 
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de Edgar Allan Poe

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