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En la confusión que siguió a mi caída no me percaté de un detalle que, pocos segundos después, y mientras aún yacía boca abajo, me llamó la atención. Era lo siguiente: tenía mi barbilla apoyada en el suelo del calabozo, pero mis labios y la parte superior de mi cabeza, que aparentemente deberían encontrarse a un nivel inferior al de la barbilla, no se apoyaban en nada. Al mismo tiempo, me pareció que un vapor viscoso bañaba mi frente, y el olor característico de hongos podridos penetró en mis narices. Extendí el brazo y me estremecí al descubrir que me había caído justo al borde de un pozo circular, cuya profundidad, de momento, me era imposible averiguar, palpando la mampostería del brocal, conseguí desprender un pequeño fragmento y lo dejé caer al abismo. Durante largos segundos escuché cómo repercutía al chocar en su descenso contra las paredes del pozo; por fin, un chapoteo en el agua, al que siguieron sonoros ecos. En ese mismo instante oí un sonido parecido al de abrirse y cerrarse rápidamente una puerta en lo alto, mientras un débil rayo de luz cruzaba instantáneamente entre las tinieblas y desaparecía con la misma rapidez.

Comprendí claramente el destino que me habían preparado y me felicité por el oportuno accidente que me permitió escapar a tiempo. Un paso más, antes de mi caída, y el mundo nunca hubiera vuelto a saber nada de mí. La muerte de la que acababa de escapar tenía las mismas características que yo había rechazado como fabulosas y antojadizas en las historias que se contaban de la Inquisición. Para las víctimas de su tiranía se reservaban dos clases de muerte: una llena de horribles sufrimientos físicos, y otra acompañada de sufrimientos morales aún más espantosos. Yo estaba destinado a esta última. Largos sufrimientos me habían desequilibrado los nervios, hasta el extremo que bastaba el sonido de mi voz para hacerme temblar, lo que me convertía en el sujeto adecuado para el tipo de tortura que me aguardaba.

Temblando de pies a cabeza y tanteando volví a la pared, resuelto a perecer allí antes de arriesgarme al terror de andar entre los pozos- pues mi imaginación suponía la existencia de muchos- que había en distintos lugares del calabozo. Si hubiera tenido otro estado de ánimo, quizá habría sacado valor para acabar de una vez con mis desgracias tirándome a uno de esos abismos, pero había llegado a convertirme en la persona más cobarde. Y tampoco podía olvidar lo que había leído sobre esos pozos, es decir, que su horrible disposición impedía que la vida se extinguiera de golpe.

La agitación de mi espíritu me mantuvo despierto durante largas horas, pero por fin acabé durmiéndome. Cuando me desperté, otra vez había a mi lado un pan y un jarro de agua. Me consumía una sed ardiente y vacié el jarro de un trago. El agua debía contener alguna droga, pues apenas la bebí me sentí irremediablemente soñoliento. Un sueño profundo cayó sobre mí, un sueño como el de la muerte. No sé, en realidad, cuánto duró, pero, cuando volví a abrir los ojos, los objetos que me rodeaban eran visibles. Gracias a un resplandor sulfuroso, cuyo origen no conseguí determinar al principio, pude ver la extensión y el aspecto de mi cárcel.

Me había equivocado mucho sobre su tamaño. El perímetro de las paredes no pasaba de veinticinco yardas. Durante unos minutos este hecho me causó unas preocupaciones inútiles. Completamente inútiles, pues nada podía tener menos importancia, en las terribles circunstancias que me rodeaban, que las simples dimensiones de mi calabozo. Pero mi espíritu se interesaba extrañamente de nimiedades y me esforcé por descubrir el error que había cometido en mis cálculos. Por fin se me reveló la verdad. En la primera tentativa de exploración había contado cincuenta y dos pasos hasta que me caí al suelo. Sin duda, en ese instante me encontraba a uno o dos pasos del trozo de estameña, o sea, casi había dado toda la vuelta al calabozo. Entonces me dormí y, al despertarme, debí emprender el camino en dirección contraria, es decir, volví sobre mis pasos, y así fue como supuse que el perímetro medía el doble de su verdadero tamaño. La confusión de mi mente me impidió advertir que había comenzado la vuelta teniendo la pared a la izquierda y la terminé con la pared a mi derecha.

También me había engañado sobre la forma del espacio. Al tantear las paredes había encontrado muchos ángulos, concluyendo por este motivo que el lugar era muy irregular. ¡Es tan potente el efecto de la oscuridad sobre el que se despierta de un letargo o sueño! Los ángulos no eran más que unas ligeras depresiones o entradas en distintos intervalos. Mi prisión tenía forma cuadrada. Lo que había tomado por mampostería era de hierro o algún otro metal, cuyas enormes planchas, en su unión o soldadura, ocasionaban esas depresiones. Toda la superficie de esta celda metálica aparecía toscamente pintarrajeada con las horrorosas y repulsivas imágenes que la sepulcral superstición de los monjes había sido capaz de concebir. Las pinturas de demonios amenazantes, de esqueletos y de otras imágenes aún más aterradoras cubrían y desfiguraban las paredes. Observé que las siluetas de aquellas monstruosidades eran bastante nítidas, pero que los colores parecían borrosos e indefinidos, como si los hubiera afectado la humedad de la atmósfera. Me di cuenta también de que el suelo era de piedra. En el centro se abría el pozo circular de cuyas fauces, abiertas como si bostezara, había podido escapar; pero no había ningún otro en el calabozo.

Vi todo esto sin muchos detalles y con gran esfuerzo, pues mi situación había cambiado mucho durante el sueño. Ahora yacía de espaldas, completamente estirado, sobre una especie de bastidor de madera. Estaba firmemente atado por una larga cuerda que parecía un cíngulo. Pasaba, dando vueltas y revueltas, por mis miembros y mi cuerpo, dejándome libres sólo la cabeza y el brazo izquierdo, que con mucho esfuerzo podía extender hasta los alimentos, colocados en un plato de barro a mi alcance. Vi, con desesperación, que se habían llevado el jarro de agua. Y digo con desesperación, porque me consumía una sed insoportable. Al parecer, la intención de mis torturadores era estimular esa sed, pues la comida del plato consistía en carne muy condimentada.

 
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El pozo y el péndulo de Edgar Allan Poe   El pozo y el péndulo
de Edgar Allan Poe

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