Cerró los ojos para concentrar sus últimos
pensamientos en su mujer y en sus hijos. El agua dorada por el sol naciente, la
niebla que pesaba sobre el río contra las orillas escarpadas no lejos del
puente, el fortín, los soldados, el pedazo de madera que flotaba, todo
eso lo había distraído. Y ahora tenía conciencia de una
nueva causa de distracción. Borrando el pensamiento de los seres
queridos, escuchaba un ruido que no podía ignorar ni comprender, un golpe
seco, metálico, que sonaba claramente como los martillazos de un herrero
sobre el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser aquel
ruido, si venía de muy cerca o de una distancia incalculable -ambas
hipótesis eran posibles-. Se reproducía a intervalos regulares
pero tan lentamente como las campanas que doblan a muerto. Aguardaba cada
llamado con impaciencia y, sin saber por qué, con aprensión. Los
silencios se hacían progresivamente más largos; los retardos,
enloquecedores. Menos frecuentes eran los sonidos, más aumentaba su
fuerza y nitidez, hiriendo sus oídos como si le asestaran cuchilladas.
Tuvo miedo de gritar... Lo que oía era el tictac de su reloj.
Abrió los ojos y de nuevo oyó correr el agua bajo
sus pies. "Si lograra libertar mis manos -pensó- llegaría a
desprenderme del nudo corredizo y saltar al río; zambulléndome,
podría eludir las balas; nadando vigorosamente, alcanzar la orilla;
después internarme en el bosque, huir hasta mi casa. A Dios gracias,
todavía está fuera de sus líneas; mi mujer y mis hijos
todavía están fuera del alcance del puesto más avanzado de
los invasores."
Mientras se sucedían estos pensamientos, aquí anotados en
frases, que más que provenir del condenado parecían proyectarse
como relámpagos en su cerebro, el capitán inclinó la cabeza
y miró al sargento. El sargento dio un paso al
costado.