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El hombre que se preparaban a ahorcar podria tener treinta y cinco años. Era un civil, a juzgar por su ropa de plantador. Tenía hermosos rasgos; nariz recta, boca firme, frente amplia, melena negra y ondulada peinada hacia atrás, cayéndole desde las orejas hasta el cuello de su bien cortada levita. Usaba bigote y barba en punta, pero no patillas; sus grandes ojos de color gris oscuro tenían una expresión bondadosa que no hubiéramos esperado encontrar en un hombre con la soga al cuello. Evidentemente, no era un vulgar asesino. El liberal código del ejército prevé la pena de la horca para toda clase de personas, sin excluir a las personas decentes.

Terminados sus preparativos, los dos soldados dieron un paso hacia los lados, y cada uno retiró la tabla de madera sobre la cual había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, saludó, Y se colocó inmediatamente detrás del oficial. El oficial, a su vez, se corrió un paso. Estos movimientos dejaron al condenado y al sargento en los dos extremos de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se hallaba el civil alcanzaba casi, pero no del todo, un cuarto durmiente. La tabla había sido mantenida en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su jefe, el sargento daría un paso al costado, se balancearía la tabla, y el condenado habría de caer entre dos durmientes. Consideró que la combinación se recomendaba por su simplicidad y eficacia. No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos. Examinó por un momento su vacilante punto de apoyo y dejó vagar la mirada por el agua que iba y venía bajo sus pies en furiosos remolinos. Un pedazo de madera que bailaba en la superficie retuvo su atención y lo siguió con los ojos. Apenas parecía avanzar. ¡Qué corriente perezosa!

 
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El puente sobre el río del buho de Ambrose Gwinett Bierce   El puente sobre el río del buho
de Ambrose Gwinett Bierce

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