En «Quinta Nueva» algunas noches había fuegos artificiales. Los
propietarios acostumbraban a pasearse por el río en una barca iluminada con
farolillos de colores.
Una mañana, Elena Ivanovna, la mujer del ingeniero, visitó la
aldea con su niña. Llegaron en un coche de ruedas amarillas arrastrado por dos
ponney. Llevaban sombreros de paja, de anchas alas, sujetos con
cintas.
Los campesinos estaban ocupados en transportar estiércol al
campo. El herrador Rodion, alto, enjuto, destocado, descalzo, con un bieldo al
hombro, de pie ante su carro, rebosante de estiércol, miraba, boquiabierto, los
bien cuidados caballitos. Se advertía que hasta entonces no había visto caballos
semejantes.
-¡La señora! ¡La señora! -se oía murmurar.
Elena Ivanovna miraba las casas como eligiendo una; por fin, se
detuvo a la puerta de la que le parecía más pobre y a cuyas ventanas se asomaban
numerosas cabezas de niño, morenas, rubias, rojas.
Era precisamente la casa de Rodion.
Su mujer, Estefanía, una vieja gorda, apareció al punto en el
umbral, mal cubierta la cabeza con una pañoleta. Miraba con asombro el elegante
coche, confusa, sonriéndose estúpidamente.
-¡Para tus hijos! -le dijo Elena Ivanovna, dándole tres
rublos.
Estefanía, sorprendida, feliz, se echó a llorar y saludó con
gran humildad, inclinándose casi hasta el suelo.
Rodion saludó también muy humilde, enseñando su cráneo
calvo.
Elena Ivanovna, azorada por aquellas humillaciones, se apresuró a volver a
casa.