El cochero del ingeniero le dirigió a Kozov una mirada de
desprecio; pero no dijo nada.
Mientras se encendía la fragua, el cochero les dio algunas
noticias a los campesinos sobre la vida de sus amos. Fumando pitillo tras
pitillo les contó que sus amos eran muy ricos; que la señora, Elena Ivanovna,
antes de casarse, era institutriz en Moscú; que tenía muy buen corazón y gozaba
socorriendo a los pobres. En la nueva finca, según decía el cochero, no se
labraría ni se sembraría: se respiraría el aire del campo y nada más.
Cuando terminó y se encaminó con los caballos a «Quinta Nueva»,
siguióle una turba de chiquillos y perros. Los perros le ladraban
furiosamente.
Kozov, mirándole alejarse, guiñaba los ojos con malicia.
-Vaya unas señores! -dijo con ironía malévola-. Han construido
una casa, han comprado caballos; pero parece que no tienen que comer...
Había sentido desde el primer momento un odio feroz contra
«Quinta Nueva». Era un hombre solitario, viudo. Llevaba una vida aburridísima.
Una enfermedad le impedía trabajar. Su hijo, dependiente de una confitería de
Jarkov, le enviaba dinero para vivir; el viejo no hacía nada; vagaba días
enteros por la orilla del río o a través de la aldea, y les daba conversación a
los campesinos que estaban trabajando. Cuando veía a uno pescando solía decir
que con aquel tiempo no había pesca posible; si el tiempo era seco, aseguraba
que no llovería en todo el verano; si llovía, afirmaba que las lluvias durarían
mucho y que la humedad pudriría el trigo. Todos sus pronósticos eran pesimistas.
Y los hacía guiñando los ojos de un modo maligno, como si supiera algo que
ignorase el resto de los hombres.