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Berryman Livingstone había triunfado, plena, brillantemente. Todas las líneas de su rostro regular afirmaban el éxito, y ese rostro mostrábase dueño de sí mismo, de nariz recta y delgada, barba enérgica, resueltos ojos grises, y lo mismo expresaban todos los detalles de su traje irreprochable. Y lo mismo también el tono firme, incisivo. Siempre, según dijo alguien, parecía acabadito de poner como nuevo.

Berryman Livingstone había triunfado, y bien lo veía en la envidia silenciosa con que se consideraba en él al capitalista, en el respeto con que eran recibidas sus opiniones en los diversos consejos de administración a que pertenecía; se lo advertía el número de invitaciones que llovían sobre él, el aire jovial y familiar con que lo acogían presidentes y potentados de grandes corporaciones que, quince años antes, habrían ignorado hasta su existencia, y por fin las atenciones con que lo colmaban las madres de muchachas casaderas y de edad dudosa. Todas aquellas damas no cesaban de zumbarle sobre su hermosa casa vacía, sobre sus fastuosas comidas, a las que sólo faltaba una cosa, la cosa que constituía el objeto de su constante preocupación.

Sentado en su gabinete, aquella tarde, una tarde de nieve fines de Diciembre, compulsaba cifras. Sobre el escritorio de caoba, frente a él, había dos libros, el uno muy largo y cuya severa encuadernación indicaba ese género especial de libros calificados en otro tiempo por un humorista de libros de gran interés, y el otro más pequeño y más ricamente vestido.

Livingstone, con ojos ávidos y labios apretados, comparaba ambos libros tomando notas; mientras tanto sus empleados, inclinados en sus taburetes, en la gran pieza de la entrada, seguían impacientes la marcha lenta del reloj colgado de la pared, ó miraban por las ventanas, con envidia, la gente que caminaba bajo la nieve, formando masas sombrías y presurosas.

-Tranquilícese, que ya va a salir -repitió una vez más el dependiente principal, hombre de mediana edad y fisonomía plácida.

-Hace ya tres horas que nos está diciendo usted lo mismo, señor Clarke -replicó uno de los más jóvenes.

-¿Qué diablos estará haciendo allá adentro? -preguntó un tercero. -Apostemos a que está escribiendo billetitos amorosos.

La idea pareció lo bastante exorbitante para excitar una hilaridad inmediatamente reprimida, mientras mister Clarke, después de dirigir una discreta mirada a su reloj y otra a la puerta del patrón, siempre cerrada, proseguía pacientemente su trabajo.

¿Qué hacía, en efecto, mister Livingstone? Comprobaba con sentimiento de placer, que el balance del año, representado por siete majestuosas cifras, era exactamente tal como lo había deseado; realizaba, pues, sus ambiciones. Ya podía, con la cabeza alta, mirar frente a frente a un hombre, quien quiera que fuese, ó darle la espalda si así le acomodaba; y esta idea era muy satisfactoria para él.

Años antes, un amigo, un viejo amigo de colegio, lo había invitado a ir al campo a ver florecer los jardines, pero se disculpó con motivo de sus negocios, y Harry Trelane, que así se llamaba el amigo, habíale preguntado por qué se atareaba tanto.

Era porque quería hacerse rico.

-Pero si ya lo eres. Ya vales, como vulgarmente se dice, medio millón de dollars, y para un hombre solo, sin hijos que atender.

-Sí, pero quiero valer el doble.

-¿Para qué?

-¡Oh! sencillamente para poder, si se me antoja, decirle a cualquiera que se vaya al diablo -contestó Livingstone, medio en serio, medio en broma.

 
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