¡Y había alcanzado su idea! Ya podía decir a cualquiera que se fuese al diablo. La extraña alegría que experimentaba por eso, era entristecida, sin embargo, por el pasajero recuerdo del pobre Trelane, muerto después. Hubiera deseado tenerlo por testigo de su triunfo. ¿Y cómo separar la imagen de aquel amigo, evocada por casualidad, de otra imagen, la de su hermana Catalina, Catalina Trelane, que, aunque lo amara, y ella misma convenía en ello, se había negado a ser su mujer? Aquella negativa lo había lastimado profundamente en un principio, pero ya entonces no le disgustaba que las cosas hubieran ocurrido así. La negativa de Catalina era el aguijón que lo había incitado a seguir subiendo, y cada vez más. Para vengarse había ostentado su lujo. Al comprar la hermosa mansión que sostenía con tanto tren, había pensado vagamente en casarse, -¡caramba! había muchas mujeres además de Catalina en el mando, -pero sin tener tiempo hasta entonces: estaba demasiado ocupado.
¿Qué era de Catalina Trelane, después de cambiar de nombre? Creía haber oído decir que el esposo, un tal Sheplierd, había muerto. ¡Pues bien! Ya vería lo que valía él entonces. La cifra mágica trazada al pie de la gran página pasó como un relámpago ante sus ojos. Sí, realmente, valía todo aquello, y podía casarse con quien le pareciera, cuando quisiera.
Livingstone cerró sus libros, recordando vagamente que Clarke, su hombre de confianza, había pasado muchas noches en vela, el año anterior, para ponerlos en orden. Clarke era un buen empleado, un tenedor de libros incomparable, aunque algo lento quizá. La estimación que Livingstone sentía por él, estaba matizada con un poco de desdén. Un mozo tan capaz, de tan buena familia, ¿cómo había podido contentarse con un empleo tan modesto, sin hacer nada por salir de la turbamulta de los subordinados? Eso es lo que se saca de casarse a la ligera, y de tener muchos, pero muchos hijos.
No por eso dejaba Livingstone de hacer justicia a Clarke; lo había indemnizado ampliamente de sus trabajos nocturnos suplementarios, hasta le había dado, además, cincuenta dollars de gratificación. Por otra parte, bien se lo debía, pues una vez había cometido el error de irritarse contra él con una violencia que no entraba en sus costumbres, porque Livingstone se jactaba de ser un gentleman, es decir, siempre cortés, con sus inferiores. Clarke, a quien enloquecía entonces la enfermedad de su mujer, había confundido las dos cuentas y cometido, por primera vez en su vida, un error de números. Después de eso hubiera podido despedirlo sin decir palabra, como se hace comúnmente en el comercio; pero en ningún caso debía haberle hablado como le habló, tanto más cuanto que enseguida, para conservarlo, se había visto obligado a pedirle disculpa. Su liberalidad para con Clarke estaba, en suma, justificada por los buenos negocios que le había sugerido más de una vez. Así, pues, Clarke tendría aquel año cien dollars de gratificación. No, cincuenta... porque en los negocios uno debe defenderse de los inútiles despilfarros.
Aquella gratificación que su munificencia se proponía conceder, llevó a Livingstone a pensar en otras dádivas que hacía regularmente en la época de Navidad.