Abrió un cajón, sacó de él su libro particular de cheques y se puso a hojear los talones. Antes consagraba a las obras pías la décima parte de sus rentas, siguiendo en ello el ejemplo de su padre; entonces ya no daba el décimo, ni el vigésimo, ni... Sin embargo, daba más que muchos. Mirando los últimos talones, se dijo con cierta complacencia que el monto de las sumas subscriptas por él, demostraba que era realmente rico. ¡A cuántas caridades contribuía! Hospitales, asilos, panaderías populares, escuelas de todas clases. Los talones tenían el nombre de las recolectoras, mujeres a la moda en su mayoría, patronas de aquellos varios establecimientos, por caridad o para distraerse.
Un nombre aparecía más a menudo que los otros: el de la señora Wright. Escribió aquel nombre en un talón y luego, cuando llegó al total de las contribuciones, frunció las cejas.
Lo enfadoso era tener que recomenzar siempre aquellas limosnas, y en fecha fija todavía. Caían sobre él con la regularidad de un vencimiento. Pero, era necesario limitarse, pues de otra manera vería mermada la suma que había resuelto poner de lado aquel año. ¿A quién podría borrar? Imposible economizar con la iglesia... no era conveniente; ni con el hospital general, pues era su bienhechor desde tiempo atrás, ni con este asilo... la señora Wright era presidenta del consejo de administración y le había dicho que contaba con él. a decir verdad, la señora Wright contaba demasiado con él... ¡Qué diablos! no se explota a la gente de ese modo, ni aun por bondad de alma. Ahí estaba también la asociación de las caridades reunidas. No, todo el mundo daba a aquella vasta organización... no sería bueno singularizarse. Más valdría suprimir los detalles, las panaderías por ejemplo, el árbol de Navidad de un hospital de niños. ¿Se imaginaban acaso que iba a ocuparse y preocuparse de guantes de punto, enaguas de franela y juguetes de dos centavos?
Y con la punta del lápiz borró esas y otras obras más, lamentándose únicamente de no conseguir así una economía bastante considerable. ¡Vaya! se privaría de uno de los cuadros que pensaba comprar, se negaría un placer a sí mismo. Mientras pensaba en ese acto heroico, un fulgor pálido, un verdadero rayo de sol de invierno, pasó por su rostro de mármol, ennobleciéndolo.
Y Livingstone reanudó el curso de sus reflexiones, con los ojos fijos en el vidrio tras del cual se entrecruzaban, como soplados de todos los puntos cardinales, torbellinos de nieve fina. ,Pero los ojos de Livingstone no veían la nieve; jamás tenía en cuenta el tiempo para nada, salvo cuando podía temer que las intemperies afectaran el producto neto de los ferrocarriles que estaba interesado. La primavera no representaba para él más que la estación en que se prepara la futura recolección de dividendos, el otoño no era más que la época en que las cosechas hacen subir ó bajar los títulos. Así es que, aun cuando los ojos de Livingstone permanecieran fijos y pensativos, clavados en el vidrio tras del cual las espesas capas de nieve eran aquel día la principal preocupación de tantos pobres peatones, no pensaba para nada en la nieve: calculaba sus ganancias.