He ahí por qué, preciso es repetirlo, mi estancia en Burdeos no había
correspondido a las esperanzas paternas. Lo que mi padre estimaba como asunto
principal no era para mí de consecuencias y, a no retenerme el deber, ni aun
habría preocupado mi atención. Dubourg, nuestro corresponsal único (cualidad que
le valían cuantiosos beneficios) era un hombre demasiado ladino para dar al jefe
de la casa noticias que hubieran disgustado a padre e hijo simultáneamente; y
acaso, conforme se verá, procuraba servir sus propios intereses al permitirme
descuidar el estudio para el que se me había puesto bajo su tutela.
Mi sistema de vida era en su casa muy metódico, y, por lo tocante a
costumbres y comportamiento, nada tenía que echarme en cara. Mas, en presencia
de defectos peores que la negligencia y el desvío del comercio, ¿quién sabe si
el astuto perillán no habría mostrado complacencia idéntica? Sea como quiera,
viéndome destinar una buena parte del día a las ocupaciones que me señalaba, le
importaba poco el averiguar en qué pasaba yo el resto del tiempo, y no le
parecía mal el verme hojear a Corneille y a Boileau en lugar de cualquier viejo
manual de comercio o de banca.
En su correspondencia inglesa, Dubourg no dejaba de deslizar de cuando en
cuando la siguiente frase cómoda que había leído en alguna parte: «Vuestro hijo
es cuanto un padre puede desear». Frase pesada en fuerza de repetida, pero que
no tuvo el don de despertar inquietud alguna en mi padre, por ofrecer un sentido
claro y preciso. En materia de estilo, ni el mismo Adisson hubiera podido
facilitar modismos más satisfactorios que éstos: «Al recibo de la vuestra de...
Habiendo dispensado buena acogida a las adjuntas letras, cuyo detalle va a
continuación...»
Sabiendo, pues, perfectamente lo que de mí se prometía, y en vista de las
constantes seguridades de Dubourg, mi padre no dudó un instante de que llegaría
yo al punto en que deseaba verme.
Sobrevino la epístola, escrita en un día de desgracia y en la que, después de
prolijas y elocuentes excusas, declinaba yo la honra de ocupar una plaza, un
pupitre y un taburete en un rincón de las sombrías oficinas de Crane Alley:
pupitre y taburete más elevados que los de Owen y de otros empleados, y que sólo
era inferior al trípode del mismo principal.
Desde entonces fue todo de mal en peor. Las cartas de Dubourg se hicieron tan
sospechosas como si hubiese consentido la protesta de su firma, y fui enseguida
llamado a Londres, donde me aguardaba el recibimiento que acabo de
referir.