Sin hallarse precisamente en la posición, un tanto grotesca, del gran Sully,
no sería menos ridículo en Francis Osbaldistone el disertar prolijamente con
William Tresham acerca de su nacimiento, de su educación y de sus lazos de
parentesco. Lucharé, por tanto, cuanto pueda, contra el dominio del amor propio
y procuraré no hablar palabra de lo que ya conocéis. Cosas, empero, habrá que
tenga que recordar, porque, aparte de que han decidido de mi destino, el tiempo
las habrá quizá borrado de vuestra memoria.
Debéis haber conservado el recuerdo de mi padre, puesto que, estando asociado
con el vuestro, lo conocisteis desde vuestra infancia. Habían ya pasado para él
sus días felices, y la edad y las dolencias habían amortiguado el ardor que
desplegaba en sus especulaciones y empresas. Hubiera sido menos rico, sin duda,
pero igualmente dichoso tal vez, si hubiese consagrado al progreso de las
ciencias aquella voluntad de hierro, aquella viva inteligencia y aquella mirada
de águila que puso al servicio de las operaciones comerciales. No obstante, hay
en sus vicisitudes atractivo bastante poderoso para fascinar a un espíritu audaz
aun dejando a un lado el afán del lucro. Quien fía la embarcación a las
inconstantes olas debe unir la experiencia del piloto a la seguridad del
navegante, y, aun así, se expone a naufragar si el soplo de la fortuna no le es
propicio.
Mezcla de forzada vigilancia y de azar inevitable, se ofrece a menudo la
terrible alternativa: ¿triunfará la prudencia de la fortuna, o la fortuna
derribará los cálculos de la prudencia? Y entonces se ponen de relieve las
energías múltiples del alma a la par que sus sentimientos, y el comercio
adquiere todo el prestigio del juego sin ofrecer la inmoralidad de éste.
En 1715, cuando aún no había cumplido yo mis veinte años, fui llamado
bruscamente desde Burdeos a Londres para recibir de mi padre importantes
noticias.
No olvidaré en mi vida nuestra primera entrevista.