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Con todo, no se le ocultaba que bastarían los años, o una enfermedad casual, para abatir sus fuerzas, y ansiaba ardientemente hacer de mí un auxiliar a quien pudieran confiar sus caducas manos el timón, y que fuese capaz de dirigir la marcha del buque con el auxilio de sus consejos e instrucciones.

M. Tresham, aunque tenía su fortuna entera colocada en la casa, era sólo, según frase corriente, un socio comanditario; Owen, hombre de una probidad a toda prueba y excelente calculista, prestaba inestimables servicios al frente de las oficinas, pero le faltaban los conocimientos y el genio necesario para confiarle la dirección general. Caso de morir repentinamente mi padre, ¿qué sucedería al sin número de proyectos concebidos por él, si su hijo, preparado desde larga fecha para los contratiempos del comercio, no estaba en disposición de sostener la carga que depondría el viejo Atlas? ¿Qué sería de su propio hijo si, ajeno a esa clase de negocios, se hallaba de improviso envuelto en un laberinto de especulaciones, sin la experiencia necesaria para orientarse en él?

Tales eran las razones, manifiestas u ocultas, que habían determinado a mi padre a hacerme abrazar su estado, y, una vez resuelto, nada de este mundo hubiera podido disuadirle. No obstante, estaba yo tan interesado en ello, que hubiera debido dárseme voto en el asunto; porque, con una obstinación hija de la suya, había yo formado, por mi parte, una resolución diametralmente contraria.

Mi resistencia a las aspiraciones de mi padre no dejaba de tener, pues, su excusa. No distinguía claramente cuáles eran los motivos que le animaban, ni hasta qué punto dependía de ellos su tranquilidad. Creyendo seguro poder disfrutar, algún día, de una inmensa fortuna, y en la espera de una pensión considerable, no se me había ocurrido que fuera necesario, para adquirir los aludidos bienes, someterme a violencia alguna y a trabajos contrarios a mi carácter y a mis aficiones. En la proposición de mi padre no veía más que el deseo de aumentar por mis manos aquel cúmulo de riquezas que él había reunido ya. Mejor juez que él respecto a los medios de procurarme la dicha, no juzgaba verdaderamente tal el de dedicarme al acrecentamiento de una fortuna que me parecía bastar de sobra para las exigencias de una vida de sociedad. Tal era mi convicción.

 
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