Hay quien lega a sus más caros confidentes una imagen de lo que fue algún
día: yo deposito en vuestras manos la exposición fiel de mis ideas y
sentimientos, de mis errores y cualidades, con la firme esperanza de que las
locuras y los azares de mi juventud hallarán en vos el mismo juez indulgente y
bondadoso que más de una vez ha reparado, las faltas de mi edad madura.
Una de las ventajas que tiene, entre otras muchas, el dedicar a un amigo
íntimo las propias memorias (palabra sobrado solemne aplicada a mis humildes
escritos), es la de prescindir de ciertos detalles inútiles para él y que,
indispensables para un extraño, le distraerían de cosas más interesantes. ¿Hay
acaso necesidad de imponeros el fastidio so pretexto de que estáis a mi
disposición y de que tengo ante mí tinta, papel y tiempo? Sin embargo, no me
atrevo a prometer que no abusaré de ocasión tan tentadora para hablar de mí y de
lo que me interesa, hasta dentro de cosas que os son familiares. El gusto de
referir, sobre todo cuando somos héroes del relato, hace a menudo perder de
vista la atención debida a la paciencia y al goce de nuestros oyentes. Los
mejores y los más sabios han sucumbido a la tentación.
Me basta recordar un singular ejemplo que tomaré de esa edición rara y
original de las Economías reales de Sully, la cual, con el entusiasta
orgullo de un bibliófilo, ponéis por encima de aquella en que se ha sustituido
su forma por la más cómoda y ordinaria de Memorias. Para mí lo curioso de
ellas está en ver hasta qué grado de debilidad las sacrifica el autor al
sentimiento de su importancia personal.
Si mal no recuerdo, aquel venerable señor, aquel gran político, había
encargado simultáneamente a cuatro caballeros de su casa el poner en orden los
diarios y memorias de su vida bajo el título de Memorias de las sabias y
reales Economías de Estado, domésticas, políticas y militares de Enrique IV,
etc. Dispuesta la compilación, los graves analistas entresacaron de ella los
elementos para una narración biográfica, dedicada a su señor, in propia
persona. Y he aquí cómo en vez de hablar en tercera persona, como Julio
César, o en primera, como la mayoría de los que, en el apogeo de la grandeza o
desde su gabinete de estudio, se proponen contar su vida, he aquí, repito, cómo
disfrutó Sully el tan refinado cuanto singular placer de hacerse referir sus
recuerdos por los secretarios, siendo a la vez oyente, héroe y probablemente
autor de todo el libro. ¿No os parece ver al antiguo ministro, tieso como una
estaca, en su almidonada gorguera y en su jubón ajustado, pomposamente sentado
en su sillón, prestando oído a los compiladores, que con la cabeza descubierta,
le repetirían ceremoniosamente: «Así discurristeis... El señor Rey puso en
vuestras manos los despachos... Y emprendisteis de nuevo la marcha... Tales
fueron los secretos avisos que disteis al señor Rey...» cosas todas que él se
sabía mejor que ninguno de ellos y cuyo conocimiento había adquirido de él
mismo?