No había cumplido diez años, y ya tenía un preceptor sabio «y puritano, que le cortó al rape los cabellos;» además iba a la escuela de San Pablo y después a la Universidad de Cambridge para instruirse en la «literatura culta.» Desde los doce años trabajaba hasta media noche y aun más tarde, a despecho de su mala vista, y de los dolores de cabeza que padecía. «Cuando yo era niño, dice uno de los personajes que se le parece, no me agradaban los juegos infantiles. Aplicaba seriamente mi espíritu a aprender y saber, para trabajar por tal medio en beneficio del bien común: creíame nacido para promovedor de la verdad y de la rectitud.» En efecto, en la escuela, en Cambridge, en la casa paterna era incansable en el estudio, «libre de censuras y aprobado por todos los hombres de bien,» recorría el inmenso campo de las literaturas griega y latina, y no sólo de los grandes escritores, sino de todos, hasta de los de la Edad Media: al mismo tiempo aprendía el hebreo antiguo, el siriaco, el hebreo de los rabinos, el francés y el español, la antigua literatura inglesa, toda la literatura italiana, con tanto provecho y celo, que escribía en verso y en prosa italiana y latina como pudiera hacerlo un italiano o un latino. Y no impedían estos estudios los de la música, las matemáticas, la teología y otras artes y ciencias.
Dirigía este gran trabajo un grave proyecto. «Por intento de mis padres y de mis amigos, dice, había, sido destinado desde la infancia al servicio de la Iglesia, y concurrían a este propósito mis propias resoluciones; pero llegado a la edad madura vi la tiranía que había invadido la Iglesia; tiranía tan grande, que quien quería tomar las órdenes obligado estaba a declararse esclavo por juramento y bajo su firma, de modo que, a menos de ser la promesa a gusto de la conciencia, preciso era ser perjuro o sufrir el naufragio de la fe; creí preferible un silencio sin reproche, al oficio sagrado de la palabra, adquirido a costa de la servidumbre y el perjurio.» Negábase a ser sacerdote por la misma razón que había querido serlo, partiendo del mismo origen la esperanza y la renuncia: de la firme voluntad de obrar noblemente.
Decidido a la vida seglar, continuó instruyendo y perfeccionando su espíritu, estudiando apasionadamente y con método, pero sin pedantería ni rigorismo: muy al contrario, y a ejemplo de Spenser, su maestro, en el Allegro, el Penseroso y el Comus adornaba con brillantes filigranas las riquezas de la mitología, de la naturaleza y de la fantasía.
Partió después para la tierra de la ciencia y la belleza: visitó Italia; conoció a Grotius y Galileo; entró en relaciones frecuentes con sabios, literatos y hombres de mundo; escuchó a los músicos, y contempló todas las bellezas amontonadas por el Renacimiento en Florencia y Roma. Su erudición y su bello estilo italiano y latino proporcionábanle en todas partes la amistad íntima de los humanistas; de tal suerte, que al volver a Florencia dice que «se encontraba tan bien como en su propia patria.» Adquiría libros y música, que enviaba a Inglaterra, y proyectaba recorrer Sicilia y Grecia, dos patrias de las letras y las artes de la antigüedad.