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-Capitán, haga lo que le ordeno.

El oficial sacó su espada y después, sin decir una palabra, le señaló al espía la abertura de la tienda. El espía vaciló, pálido como un cadáver. El oficial lo tomó por el cuello y lo empujó suavemente hacia delante. Como se acercara al mástil que sostenía la tienda, el espía dio un salto, se apoderó del cuchillo de monte con la agilidad de un gato, arrancó el arma de su vaina, empujó al capitán y, lanzándose sobre el general con la furia de un demente, lo hizo caer de espaldas y se le echó encima. La. mesa se vino al suelo, se apagó la vela y los dos hombres lucharon ciegamente en las tinieblas. El capitán se precipitó en auxilio de su oficial superior; muy pronto rodaba también sobre las dos formas que se debatían. Maldiciones y gritos inarticulados de rabia y de dolor ascendían de ese tumulto de brazos y piernas. La tienda se abatió de pronto, y la lucha continuó debajo de los pliegues confusos y envolventes de la lona. El soldado Tassman, que regresaba de dar su mensaje, conjeturó vagamente la situación: arrojó su fusil y asiendo al azar la ondulante lona intentó separarla, inútilmente, de los hombres que cubría. El centinela que iba y venía frente a la tienda, no atreviéndose a abandonar su puesto aunque el cielo se desplomara, hizo un disparo al aire. La detonación alertó al campamento. El redoble de los tambores y las notas agudas de los clarines llamaron a la tropa. Entonces surgió una multitud presurosa de soldados semidesnudos que se vestían a la disparada, bajo el claro de luna, no dejando de correr para ponerse en las filas mientras obedecían a las breves órdenes de sus oficiales. Todo era como es debido: una vez en las filas, los hombres estaban bajo vigilancia. Así permanecieron mientras el estado mayor del general y los soldados de su escolta ponían orden en el caos alzando la tienda caída y separando a los actores de aquella extraña pelea, heridos y sin aliento.

 
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