Fue interrumpido -si es que tenía la intención de
seguir hablando- por la entrada de un oficial de su estado mayor. Era el
capitán Hasterlick, el preboste. El general volvió en sí.
Desapareció su aire ausente.
-Capitán dijo, devolviendo el saludo del oficial-, este
hombre es un espía yanqui que ha sido capturado en nuestras filas.
Llevaba encima los papeles que demuestran su culpabilidad. Lo ha confesado todo.
¿Qué tiempo hace?
-Ha pasado la tormenta, mi general, y brilla la luna.
-Bueno. Busque un pelotón de hombres, condúzcalo
ahora mismo al lugar de las maniobras y hágalo fusilar.
El espía lanzó un grito. Se echó hacia
adelante, el cuello tenso, los ojos fuera de las órbitas los puños
cerrados.
-¡Dios mío! -exclamó con voz ronca,
articulando apenas las palabras-. ¡Usted no habla en serio! ¡Usted
olvida que no debo morir hasta mañana!
-No he dicho nada de mañana -replicó
fríamente el general-. Eso fue por su cuenta. Va a morir ahora.
-Pero general, le pido... le suplico que recuerde... ¡Yo
debo ser ahorcado! Se necesita cierto tiempo para levantar el patíbulo.
Dos horas... una hora... A los espías se los cuelga. La ley militar me
concede ese derecho. Por el amor de Dios, mi general, considere qué
poco...