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Hubo un largo silencio después de estas palabras. El general, impasible, miraba al hombre bien de frente. Al parecer, no le prestaba atención. Como si sus ojos montaran guardia junto al prisionero mientras otros pensamientos ocupaban su espíritu. En seguida respiró largamente, profundamente, se estremeció como recién despierto de una atroz pesadilla, y exclamó con voz apenas audible: "¡La muerte es horrible!"

-Era horrible para nuestros salvajes antepasados -dijo el espía con gravedad- porque no tenían la inteligencia suficiente para disociar la noción de conciencia de la noción de formas físicas en las cuales se manifiesta la muerte. De igual manera, una inteligencia todavía más primitiva, la del mono, por ejemplo, es incapaz de imaginar una casa sin moradores, y a la vista de una cabaña en ruinas se representa a su ocupante herido. Para nosotros la muerte es horrible porque hemos heredado la tendencia a considerarla horrible, y nos explicamos esta idea por especulaciones quiméricas sobre el otro mundo; de igual modo, los nombres de los lugares dan nacimiento a las leyendas que los explican, y una conducta irrazonable hace surgir las teorías filosóficas que la justifican. Usted puede ahorcarme, mi general, pero allí se detiene su poder de hacerme daño. Usted no puede condenarme al cielo.

El general parecía no haber oído. Las palabras del espía llevaron sus pensamientos por un sendero poco familiar, y una vez allí marcharon a su antojo hacia conclusiones propias. La tormenta había cesado, y algo dei carácter solemne de la noche se comunicó a sus reflexiones dándoles el tinte sombrío de un temor sobrenatural. En él entraba, quizá, un elemento de presciencia. "No quisiera morir-dijo-. Esta noche, no."

 
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