El general sonrió de nuevo. El centinela, con un sentido
más severo de su responsabilidad, acentuó la austeridad de su
expresión y se mantuvo un poco más erguido que antes. Haciendo
girar sobre el índice su sombrero de fieltro gris, el espía miraba
cómodamente a su alrededor. Era un lugar modesto. La tienda era la
típica tienda de campaña, de ocho por diez, iluminada por una vela
de sebo hundida en el cubo de una bayoneta encajada en una mesa de pino a la
cual estaba sentado el general, quien ahora escribía laboriosamente sin
prestar atención a su forzado huésped. Una vieja alfombra en el
piso de tierra, un baúl de fibra todavía más viejo, una
segunda silla y un rollo de mantas: la tienda no contenía otra cosa. Bajo
las órdenes del general Clavering, la simplicidad y la falta absoluta de
"pompa y circunstancia" del ejército confederado había
alcanzado su máximo. De un grueso clavo hundido en el mástil de la
tienda, a la entrada, colgaba un cinturón de un largo sable, una pistola
en su cartuchera y, cosa bastante absurda, un cuchillo de monte. Cuando hablaba
de esta arma de ningún modo militar, el general solía decir que
era un recuerdo de sus pacíficos días de civil.
La noche era tormentosa. Una lluvia torrencial caía como
una cascada sobre la lona con ese ruido monótono, semejante al redoble de
un tambor, tan familiar a los oídos de quienes viven bajo una tienda.
Sometidos a los embates de las ráfagas atronadoras, el frágil
edificio temblaba y vacilaba y tiraba de las cuerdas y estacas que lo fijaban al
suelo.
Cuando hubo terminado de escribir, el general dobló la
hoja de papel y le dijo al centinela: