El general, olvidando la dignidad que convenía a un
oficial confederado de alto rango y de vasto renombre, se permitió
sonreír. Pero ninguno de aquellos que habían caído en su
desfavor, estando bajo sus órdenes, habría augurado nada bueno de
ese signo exterior y visible de aquiescencia. No era benévolo ni
contagioso; no se comunicaba con los hombres allí presentes: el
espía capturado que lo provocó y el centinela armado que condujo a
éste a la tienda y que ahora se mantenía a cierta distancia,
vigilando al prisionero a la luz amarilla de una vela. Sonreír no formaba
parte del deber de aquel guerrero: muy otras eran sus tareas. Continuó la
conversación; era, en realidad, el proceso de un delito que
merecía la pena capital.
-¿Usted admite, entonces, que es un espía que se
ha introducido en mi campamento, disfrazado con el uniforme de un soldado
confederado, para obtener secretamente informes sobre el número y la
disposición de mis tropas?
-Sobre el número, especialmente. La disposición
ya la conocía. Es más bien tétrica.