El general acababa de volver en sí. Se apoyó el
codo, miró a su alrededor, vio al espía custodiado junto a una
fogata del campamento.
-Que lleven a este hombre al lugar de las mniobras y lo fusilen
-dijo sencillamente.
-El general delira -dijo un oficial que estaba cerca de
él.
-No delira -dijo el ayudante mayor-. Repite lo que ha
escrito en un memorándum que tengo en mi poder. Le había dado esa
misma orden a Hasterlick -señaló con un ademán el
cadáver del preboste- y ¡Dios de Dios! es una orden que será
cumplida.
Diez minutos después, el sargento Parker Adderson, del
ejército federal, filósofo y hombre de ingenio, arrodillado bajo
el claro de luna y suplicando en términos incoherentes que le
pérdonaran la vida, era fusilado por veinte hombres. En el momento en que
resonó la salva en el aire vivo de aquella medianoche, el general
Clavering, que yacía pálido e inmóvil a la luz rojiza del
fuego del campamento, abrió sus grandes ojos azules, miró
afablemente a los que lo rodeaban y murmuró:
-¡Qué silencio hay en todo!
El cirujano miró al ayudante mayor con aire grave y
significativo. El enfermo cerró lentamente los ojos y permaneció
en esa actitud durante algunos minutos. Después, con el rostro iluminado
por una sonrisa inefablemente dulce, dijo con voz débil:
-Supongo que ha llegado la muerte. Y expiró.