En realidad, uno había sin aliento: había muerto
el capitán. Por su garganta asomaba el cabo del cuchillo de monte, tan
profundamente hundido debajo del mentón que su extremo estaba
acuñado en el ángulo de la mandíbula. La mano que le
asestó la cuchillada no había podido retirar el arma. El
cadáver aferraba la espada con una energía que desafiaba la fuerza
de los vivos. La hoja estaba manchada de rojo hasta la empuñadura.
El general se puso de pie, pero en seguida lanzó un
gemido y se desvaneció. Aparte de las lastimaduras, tenía dos
profundas heridas de espada: una le había atravesado la cadera; la otra,
el hombro.
El espía no había salido demasiado maltrecho. Con
excepción del brazo derecho roto, hubiera podido sufrir todas sus heridas
en un combate común con armas comunes. Pero estaba ofuscado y no
parecía comprender lo que acababa de ocurrir. Se apartó de
aquellos que lo atendían, se acurrucó en el suelo y empezó
a murmurar palabras ininteligibles. Su cara, hinchada por los golpes y
chorreando sangre, estaba sin embargo muy blanca bajo el pelo en desorden, tan
blanca como la de un cadáver.
-Este hombre no es un loco -dijo el cirujano respondiendo a una
pregunta-. Está enfermo de miedo. ¿Quién es y qué
hace aquí?
El soldado Tassman empezó a explicar. Era la'oportunidad
de su vida. No dejó nada por decir que de una u otra manera pudiese
acentuar su importancia en los acontecimientos de aquella noche. Cuando
terminó su historia y estaba listo para contarla de nuevo, nadie le
prestó atención.