Y empezó a jorobar cada día al lector con la
verdad. No había diferencia, ¡y asunto concluido! Ni chironas, ni
incendios; si Konotop había ardido de punta a punta, se había
construido otra ciudad mejor después del incendio. Y en cuanto a la
cosecha, gracias a las templadas lluvias caídas, resultó ser tan
espléndida, que comieron cuanto pan les vino en gana y acabaron por
echárselo a los alemanes por debajo de la mesa:
¡hartáos!
Pero lo mejor de todo era que el periodista sólo
imprimía la verdad y seguía pagando cinco kopeks por línea.
Hasta la verdad bajó de precio cuando comenzaron a venderla al menudeo. Y
resultaba que tanto la verdad como la mentira valían un comino. Pero las
columnas del periódico lejos de tornarse por eso más aburridas,
cobraron más vida. Porque cuando se matiza bien en un cuadro la pureza
del aire, se obtiene una obra de tal mérito, ¡que no hay dinero en
el mundo para pagarla!
Por último, el lector acabó de recapacitar y vio
claro. Si antes, cuando tomaba la mentira por verdad, no vivía del todo
mal, ahora su conciencia estaba completamente tranquila. Entraba en la
panadería, y le decían: "¡Es de suponer que, con el
tiempo, el pan baje de precio!" Pasaba por la tienda de aves y le
afirmaban: "¡Es de esperar que, con el tiempo, las ortegas
estén tiradas!"
-Bueno, ¿y por ahora, cuánto valen?
-Por ahora, ¡un rublo y veinte kopeks la pareja!