Y todos se hacían lenguas de !a libertad de
imprenta.
'Nosotros no sabíamos que en nuestro país
-clamaban a coro los lectores cándidos- había difteria por todas
partes. ¡Y ahí la tenemos! ¡Lo que son las cosas!" Y
ello les aliviaba tanto el alma, que si aquel mismo periodista hubiera dicho que
aunque había habido difteria, ya había pasado por completo,
seguramente hasta habrían dejado de leer su periódico.
En cuanto al periodista, estaba contento, pues el engaño
constituía para él un beneficio manifiesto. "La verdad
-razonaba- no está al alcance de todos. ¡Prueba a encontrarla!
¡Ni aun pagándola a diez kopeks la línea, saldrás del
apuro! Mientras que con el engaño, el asunto varía, por
consiguiente, escribe y engaña. A cinco kopeks la línea, ¡te
traerán de todas partes embustes a montones!"
Y entre el periodista y el lector se entabló una amistad
tan estrecha, que no era posible separarlos de ninguna manera. Cuanto más
engañaba el periodista, más se enriquecía (¿y
qué otra cosa necesitaba el trapacero?). En lo que respecta al lector,
cuanto más lo engañaban, más piataks llevaba al
periódico. Y el periodista amasaba cada vez mayor fortuna, vendiendo
embustes al menudeo y al por mayor. "Andaba con el trasero al aire
-decían de él algunos envidiosos- ¡y mirad qué pisto
se da ahora! ¡Tiene un criado para que le adule y hasta un romancero y
todo! ¡Cómo la goza!"
Otros periodistas intentaron jugarle una mala pasada con la
verdad. "Los suscriptores también acudirán presurosos a
nuestro cebo" -suponían. Pero, a perro viejo no hay tus tus. El
lector no quería saber nada, se limitaba a afirmar: