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En realidad, la parte alta del Sertáo es mucho más saludable que los alrededores inmediatos del río San Francisco. Las inflamaciones torácicas y del bajo vientre son muy comunes, en cambio las fiebres frías y calenturientas que reinan allí, se producen rara vez. Hay, sin embargo, una enfermedad muy difundida, mientras que a orillas del río casi no se la advierte. Me refiero al apetito descontrolado de los vacunos por la tierra. Esta condición es tanto más extraña cuanto que parece haberse transmitido de los animales al hombre. Los vacunos y los equinos del Sertáo lamen con ansia la sal, pero a menudo los animales van más lejos y comen la tierra salobre. Cuando lo hacen en regiones secas se arruinan tanto la dentadura debido a la dureza del suelo pedregoso que ya no pueden triscar la hierba y poco a poco mueren de hambre. Los fazendeiros se ven obligados entonces a llevar a esos animales a las selvas húmedas donde el suelo es más blando. Las víboras, los lagartos y hasta los onzas comen tierra a veces. Dada la generalidad de este extraño apetito, no debe extrañar que los niños también se entregan a él. Varones y niñas suelen comer la tierra margosa, a menudo salitrosa, aunque sin piedras, cuando no el revoque de cal de las paredes y con menos frecuencia madera, carbón o género. Sólo la vigilancia más severa puede impedir este vicio, tanto más nocivo y peligroso cuanto que al crear hábito se conserva hasta una avanzada edad. Como una parte de estas sustancias indigestas no son evacuadas y se produce como consecuencia inmediata la hinchazón de las glándulas del bajo vientre, el mal se manifiesta en el abultado abdomen de los niños. La tez toma una coloración pálida, las facciones se relajan y se ponen tumefactas, el crecimiento se detiene por completo y las infelices víctimas mueren prematuramente, después de sufrir violentas convulsiones o hidropesía generalizada. Otros conservan durante toda su vida un cuerpo endeble y clorótico y un temperamento embotado y abúlico. Mientras recorríamos el Amazonas en nuestra embarcación tuvimos frecuentes ocasiones de observar que los indios comían arcilla cruda a orillas del río aun cuando no carecían de alimentos y nos inclinamos a pensar que esta extraña avidez puede responder a una causa climática, tal vez el calor y la rarefacción de la atmósfera, pues tales influencias son capaces de provocar una típica sensación de malestar general, como la baja presión del aire en las altas montañas. Además, el mal gusto de los sertanejos y el abundante consumo de frutas pueden disponer al bajo vientre para un hambre tan descontrolada.

 
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de Karl Friedrich Philipp Von Martius

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