Confiando en la fidelidad de sus compañeros,
penetró en la cintura de árboles, la franqueó
fácilmente, a la luz roja, escaló una empalizada, atravesó
corriendo un campo, volviéndose de tiempo en tiempo para coquetear con su
obediente sombra, y de tal modo se aproximó a las ruinas de una casa en
llamas. Por doquiera, la desolación. A la luz del inmenso brasero, no se
veía un ser viviente. No se preocupó por ello. El
espectáculo le gustaba y se puso a bailar de alegría como bailaban
las llamas vacilantes. Corrió aquí y allá para recoger
combustibles, pero todos los objetos que encontraba eran demasiado pesados y no
podía arrojarlos al fuego, dada la distancia que le imponía el
calor. Desesperado, lanzó su sable a la hoguera: se rendía ante
las fuerzas superiores de la naturaleza. Su carrera militar había
terminado.
Como cambiara de lugar, detuvo la mirada en algunas
dependencias cuyo aspecto era extrañamente familiar: tenia la
impresión de haber soñado con ellas. Se puso a reflexionar,
sorprendido, y de pronto la plantación entera, con el bosque que la
rodeaba, pareció girar sobre su eje. Vaciló su pequeño
universo, se trastocó el orden de los puntos cardinales. ¡En los
edificios en llamas reconoció su propia casa!
Durante un instante quedó estupefacto por la brutal
revelación. Después se puso a correr en torno a las ruinas.
Allí, plenamente visible a la luz del incendio, yacía el
cadáver de una mujer: el rostro pálido vuelto al cielo, las manos
extendidas, agarrotadas y llenas de hierba, las ropas en desorden, el largo pelo
negro, enmarañado, cubierto de sangre coagulada; le faltaba la mayor
parte de la frente, y del agujero desgarrado salía el cerebro que
desbordaba sobre las sienes, masa gris y espumosa coronada de racimos escarlta
obra de un obús.
El niño hizo ademanes salvajes e inciertos. Lanzó
gritos inarticulados, indescriptibles, que hacían pensar en los chillidos
de un mono y en los cloqueos de un ganso, sonido atroz, sin alma, maldito
lenguaje del demonio. El niño era sordomudo.
Después permaneció inmóvil, los labios
temblorosos, los ojos fijos en las ruinas.