Ahora, una vez ganada la batalla, la prudencia exigía
que se replegara sobre la base de sus operaciones. ¡Ay!, como tantos otros
conquistadores más grandes que él, como el más grande de
todos, no podía ni refrenar su sed de guerra ni comprender que el
más afortunado no puede tentar al Destino.
De pronto, mientras avanzaba desde la orilla, se
encontró frente a un nuevo y formidable adversario. A la vuelta de un
sendero, con las orejas tiesas y las patas delanteras colgantes, muy erguido,
estaba sentado un conejo. El niño lanzó una exclamación de
asombro, dio media vuelta y escapó sin saber qué dirección
tomaba, llamando a su madre con gritos inarticualdos, llorando, tropezando, con
su tierna piel cruelmente desgarrada por las zarzas, su corazoncito palpitando
de terror, sin aliento, enceguecido por las lágrimas, perdido en el
bosque. Después, durante más de una hora, sus pies vagabundos lo
llevaron a través de malezas inextricables, y por fin, rendido de
cansancio, se acostó en un estrecho espacio entre dos rocas a pocas
yardas del río. Allí, sin dejar de apretar su sable de madera, que
no era ya para él un arma sino un compañero, se durmió a
fuerza de sollozos. Encima de su cabeza, los pájaros del bosque cantaban
alegremente, las ardillas, castigando él aire con el esplendor de sus
colas chillaban y corrían de árbol en árbol, ignorando al
niño lastimero, y en alguna parte, muy lejos, gruñía un
trueno, extraño y sordo, como si las perdices redoblaran para celebrar la
victoria de la naturaleza sobre el hijo de aquellos que, desde tiempos
inmemoriales, la han reducido a la esclavitud. Y del otro lado, en la
pequeña plantación, donde hombres blancos y negros, llenos de
alarma, buscaban afiebradamente en los campos y los cercos, una madre
tenía el corazón destrozado por la desaparición de su
hijo.