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Esparcidos por el terreno que enangostaba lentamente aquella
marcha atroz de la multitud hacia el agua, había algunos objetos que no
provocaban ninguna asociación de ideas significativa en el
espíritu del jefe: en algunos lugares, una manta enrollada a lo largo,
con las dos puntas atadas por una cuerda; aquí, una pesada mochila de
soldado; allá, un fusil roto; en suma, esos desechos que se encuentran en
la retaguardia de las tropas en retirada, jalonando la pista de los vencidos que
han huido de sus perseguidores. En todos lados junto al arroyo, bordeado en
aquel sitio por tierras bajas, el suelo había sido hollado y transformado
en lodo por los pies de los hombres y los cascos de los caballos. Un observador
más experimentado habría advertido que esas huellas iban en ambas
direcciones; dos veces habían pasado por el terreno: avanzando,
retrocediendo. Algunas horas antes, aquellos heridos sin esperanza habían
penetrado en el bosque por millares, en compañía de sus camaradas
más felices, muy lejos ahora. Sus batallones sucesivos,
dispersándose en enjambres y reformándose en líneas,
habían desfilado junto al niño dormido, por poco lo habían
pisoteado en su sueño. El ruido y el murmullo de su marcha no lo
habían despertado. Casi a la distancia de un hondazo del lugar en que
estaba acostado, habían librado batalla; pero el niño no
había oído el estruendo de los fusiles, el estampido de los
cañones, "la voz tonante de los capitanes y los clamores".
Había dormido du rante casi todo el combate, apretando contra su pecho el
sable de madera, quizá por inconsciente simpatía hacia el conjunto
marcial que lo rodeaba, pero tan insensible a la magnificencia de la lucha como
a los caídos que allí habían muerto para hacerla gloriosa.
Más allá de los árboles, del otro lato del arroyo, ahora el
fuego se reflejaba sobre la tierra desde o alto de su bóveda de humo y
bañaba todo el paisaje, transformando en vapor dorado la línea
sinuosa de la niebla. Sobre el agua brillaban anchas nanchas rojas, y rojas eran
igualmente casi todas las piedras que emergían. Pero sobre aquellas
pieiras había sangre: los heridos menos graves las habían maculado
al pasar. Gracias a ellas, también, al niño cruzó el arroyo
a paso rápido; iba hacia el fuego. Una vez en la otra orilla, se
volvió para mirar a sus compañeros de marcha. La vanguardia
llegaba al arroyo. Los más vigorosos se habían arrastrado hasta el
borde y habían hundido el rostro en el agua. Tres o cuatro, que
yacían inmóviles, parecían no tener ya cabeza. Ante ese
espectáculo, los ojos del niño se dilataron de asombro; por
hospitalario que fuera su espíritu, no podía aceptar un
fenómeno que implicara pareja vitalidad. Después de haber abrevado
su sed, aquellos hombres no habían tenido fuerzas para retroceder ni
mantener sus cabezas por encima del agua: se habían ahogado.
Detrás de ellos, los claros del bosque permitieron ver al jefe, como al
principio de su marcha, innumerables e informes siluetas. Pero no todas se
movían. El niño agitó su gorra para animarlas y, sonriendo,
señaló con el sable de madera en dirección a la claridad
que lo guiaba, columna de fuego de aquel extraño éxodo.
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