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En vez de oscurecerse, el hechizado paisaje comenzó a
iluminarse. Más allá del arroyo, a través de la cintura de
árboles, brillaba una extraña luz roja sobre la cual se destacaba
el negro encaje de las ramas; golpeaba las siluetas rampantes y proyectaba sobre
ellas monstruosas sombras que caricaturizaban sus movimientos en la hierba
iluminada; caía en sus rostros, teñía su palidez de un
color bermellón, acentuando las manchas que distorsionaban y maculaban a
tantos de ellos, y centelleaba sobre los botones y las partes metálicas
de sus ropas. Por instinto, el niño se volvió hacia aquel
esplendor siempre creciente, y bajó la colina con sus horribles
compañeros; en pocos instantes, había pasado al primero de la
multitud, hazaña fácil dada su manifiesta superoridad sobre todos.
Se colocó a la cabeza, el sable de madera siempre en la mano, y
dirigió la marcha, adaptando su andar al de ellos, solemne,
volviéndose de vez en cuando para verificar sus fuerzas no quedaban
atrás. A buen seguro, nunca un jefe tuvo semejante séquito.
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