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Eran hombres. Trepaban con las manos y las rodillas. Algunos
solo usaban las manos, arrastrando las piernas; otros, solo las rodillas, y los
brazos colgaban, inútiles, de cada lado. Trataban de ponerse en pie, pero
se abatían en el curso de su esfuerzo, el rostro contra la tierra. Nada
hacían normalmente, nada hacían de igual manera, salvo esa
progresión pie por pie en el mismo sentido. Una por uno, dos por dos, en
pequeños grupos, continuaban avanzando en la penumbra; a veces, algunos
hacían un alto, otros se les adelantaban, arrastrándose con
lentitud, y aquéllos, entonces, reanudaban el movimiento. Llegaban por
docenas y por centenares; se extendían a derecha e izquierda hasta donde
podía escrutarse en la oscuridad creciente, y el bosque negro
detrás de ellos parecía interminable. El suelo mismo
parecía desplazarse hacia el arroyo. De tiempo en tiempo, uno de aquellos
que habían hecho un alto no reanudaba su camino y yacía
inmóvil: estaba muerto. Algunos se detenían y gesticulaban de
manera extraña: levantaban los brazos y los dejaban caer de nuevo, se
tomaban la cabeza con ambas manos, extendían sus palmas hacia el cielo
como hacen ciertos hombres durante las plegarias que dicen en común.
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