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Pasaron las horas y el pequeño durmiente se
levantó. La frescura de la tarde transía sus miembros; el temor a
las tinieblas, su corazón. Pero había descansado y no lloraba
más. Impulsado a obrar por un impulso ciego, se abrió camino a
través de las malezas que lo rodeaban hasta llegar a un extremo
más abierto: a su derecha, el arroyo; a su izquierda, una suave pendiente
con unos pocos árboles; arriba, las sombras cada vez más densas
del crepúsculo. Una niebla tenue, espectral, a lo largo del agua, le
inspiró miedo y repugnancia; en lugar de atravesar el arroyo por segunda
vez en la dirección en que había venido, le dio la espalda y
avanzó hacia el bosque sombrío que lo cercaba. Súbitamente,
ante sus ojos, vio desplazarse un objeto extraño que tomó al
principio por un enorme animal: perro, cerdo, no lo sabía; quizá
fuera un oso. Había visto imágenes de osos y, no abrigando temor
hacia ellos, había deseado vagamente encontrar uno. Pero algo en la forma
o en el movimiento de aquel objeto, algo torpe en su andar, le dijo que no era
un oso; el miedo refrenó la curiosidad, y el niño se detuvo. Sin
embargo, a medida que la extraña criatura avanzaba con lentitud,
aumentó su coraje porque advirtió que no tenía, al menos,
las orejas largas, amenazadoras del conejo. Quizá su espíritu
impresionable era consciente a medias de algo familiar en ese andar vacilante,
ingrato. Antes de que se hubiera acercado lo suficiente para disipar sus dudas,
vio que la criatura era seguida por otra y otra y otra. Y había muchas
más a derecha e izquierda: el campo abierto qué lo rodeaba
hormigueaba de aquellos seres, y todos avanzaban hacia el arroyo.
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