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-¿Sabes que se casa?

-¿Con quién?

La Bolsa -Con una hija de Martiniaco Laber, el rico estanciero.

-Sí, la conozca. ¡Lástima de muchacha! ¡Tan bonita y caer en semejantes manos!

-A la verdad que da pena - dijo el doctor sentándose en uno de esos bancos que hay adheridos a las paredes de la Bolsa - da pena ver la facilidad con que estos aventureros encuentran aceptación entre las muchachas porteñas. Ellas posponen a cualquier hijo del país cuando se les presenta uno de esos caballeros de industria que al venir a nuestra tierra se creen con los mismos derechos que los españoles en tiempos de la conquista.

-Peor, mucho peor - apuntó Miguelín cerrando los puños. - Es cierto que la inmigración en general nos importa grandes beneficios, pero también lo es que todo lo que no tiene cabida en el viejo mundo, viene a guarecerse y medrar entre nosotros. El Gobierno debería ocuparse de seleccionar...

-¡Chist! ¡Atención!

Grave, majestuoso, balanceándose suavemente al andar, la faz rubicunda teñida por aquel pincel a cuyo extremo hay una botella de ginebra o cualquier otro artista espirituoso; cubierta la cabeza por un galerín cuyas angostas alas hacían resaltar más de, lo permitido una nariz prominente, llena de grietas rojizas; envuelto en largo paletó con cuello y bocamangas de pieles, don Anatolio Roselano avanzaba hacia el grupo formado por nuestros tres amigos.

Llegó hasta ellos, se detuvo un segundo, saludó con un «buenas tardes, señores,» y siguió adelante.

-¡Miren, qué marcha triunfal!

Lo era en efecto. ¡Cómo se descubrían todas las cabezas y se doblaban todas las cinturas! ¡Cómo se abría ancho paso al vejete de la nariz pintarrajada por el alcohol! Había cara que se volvía hacia él y se iluminaba como esas flores que presentan su cáliz al incendio del sol.

-¡Lo que es gozar del favor del Gobierno! - dijo el doctor mirando con aire melancólico aquellos homenajes tributados a un borracho. - ¡Cómo se conoce que es socio del...

Aquí nombró a alguien, a un personaje cuya elevada posición -no puede ser comparada a ninguna otra, porque las supera a todas.

-¿Éste es el mismo Roselano que intervino en la famosa venta del ferrocarril de marras?

-El mismo - repuso Miguelín. - Dicen que sacó un bocado igual al del gobernador y demás socios.

-¡Pobre patria, en qué manos ha caído! - exclamó el doctor incorporándose. - Y miren lo que es el mundo. Todos esos que tan amablemente lo van saludando ahora, son los primeros en hablar mal de él y en criticar los abusos del Gobierno y sus favoritos. Hasta yo me he contagiado. A pesar de mis simpatías por la oposición, no he tenido el menor inconveniente en invitar a toda la gente situacionista para el baile del jueves. ¡Pero fíjense en ese cuadro!

Glow tenía razón. Descubríanse las cabezas con respeto al paso del hombre de la nariz colorada, mas apenas pasaba, las bocas buscaban los oídos, y los oídos escuchaban placenteros los dicterios de las bocas.

En aquel momento Lillo dijo que tenía mucho que hacer, y se separó de sus amigos. Miguelín no tardó en hacer otro tanto, y el doctor se preparaba a marcharse en pos de él, cuando oyó que alguien le llamaba.

- ¿Avez vous vu monsieur Granulillo?

Glow se volvió. El que hablaba masticando las palabras francesas con dientes alemanes, y no de los más puros, por cierto, era un hombre pálido, rubio, linfático, de mediana estatura, y en cuya cara antipática y afeminada se observaba esa expresión de hipócrita humildad que la costumbre de un largo servilismo ha hecho como el sello típico de la raza judía. Tenía los ojos pequeños, estriados defilamentos rojos, que denuncian a los descendientes de la tribu de Zabulón, y la nariz encorvada propia de la tribu de Ephraim. Vestía con el lujo charro del judío, el cual nunca puede llegar a adquirir la noble distinción que caracteriza al hombre de la raza Aria, su antagonista. Llamábase Filiberto Macksery tenía el título de Barón que había comprado en Alemania creyendo que as! daba importancia a su oscuro apellido.

 
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