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Un tímido resplandor penetraba por las altas vidrieras, y después de juguetear en las doradas molduras del techo, iba a embotarse en las paredes pintadas de color terracota, dejando al salón envuelto en aristocrática penumbra. Reinaba allí esa misteriosa media luz que las religiones, amigas siempre de rodearse de misterios, hacen predominar en sus templos. Pero el carácter de solemnidad que tal circunstancia pudiera imprimir al recinto, era frustrado por el continuo ir y venir de gente, y el rumor de las conversaciones que se levantaba envuelto en el vaho de los cigarros.

A través de las grandes y majestuosas arcadas que unen al salón central con los laterales, se veía moverse una muchedumbre compacta, numerosa, inquieta. Notábase mucha agitación en los diversos grupos por entre los cuales se deslizaban de vez en cuando esas figuras pálidas, trémulas, nerviosas, que sólo se ven en la Bolsa en los últimos días de cada mes; figuras que suelen representar a los protagonistas de tragedias íntimas, espantosas, no sospechadas. El doctor se abrió paso como pudo, hasta que consiguió llegar a la reja que limita el recinto destinado a las operaciones, vulgo rueda.

Agolpábase a aquella reja una multitud ansiosa, estremecida por corrientes eléctricas. Se veían pescuezos estirados en angustiosa expectativa, con la rigidez propia del jugador que espera la salida de la carta que ha de decidir la partida; ojos desmesuradamente abiertos, siguiendo con fijeza hipnótica los movimientos de la mano del apuntador, el cual, subido sobre su tarima, anotaba las operaciones en las pizarras que, negras, cuadradas, siniestras, se dibujaban como sombras en la pared del fondo.

En medio de ella se destacaba la blanca esfera del reloj, sereno e imperturbable como el ojo vigilante del destino; la esfera de aquel reloj que era lo único que permanecía inalterable en aquel lugar donde la tranquilidad y la estabilidad de las cosas están desterradas para siempre; la esfera de aquel reloj que había señalado tantas horas gratas y tantas amargas, y que ahora miraba al doctor como diciéndole: «ya veremos, amigo mío, ya veremos. La rueda estaba muy animada. Salía de ella un estrepitoso vocerío, una algarabía de mil demonios:

voces atipladas, roncas, sonoras, de tenor, de bajo, de barítono, voces de todos los volúmenes y de todos los metales. Los corredores parecían unos energúmenos; más tenían el aire de hombres enredados en una discusión de taberna, que el de comerciantes en el momento de realizar sus operaciones. Y no sólo gritaban como unos locos, sino que también gesticulaban y accionaban como si estuviesen por darse de bofetadas.

Y, sin embargo, allí estaba la flor y nata de la sociedad de Buenos Aires, mezclada, eso sí, con la escoria disimulada del advenedicismo en moda.

¡Quién había de decir que aquellos hombres que se desgañitaban vociferando con chabacana grosería, y cuyos sombreros de elegante forma flotaban en la semioscuridad de la rueda, eran los mismos que después, por la noche, amables y pulquérrimos, se inclinarían al oído de una beldad para decirle, con suaves inflexiones de voz, y al compás de una polka o una mazurca, esas mil cosas íntimas a las que tanto encanto da la tibia atmósfera de un salón, o el recatado misterio de un gabinete perfumado!

Pero el doctor no observaba nada de esto. Otros asuntos lo preocupaban. Echó a andar nuevamente, cambiando bromas con los amigos que encontraba alpaso, y recibiendo pellizcos y papirotazos en las orejas con la sangre fría del hombre aclimatado en ese ambiente especial de la Bolsa, donde por tan extraño modo andan confundidos lo trágico con lo cómico, lo grotesco con lo dramático. Y el doctor les dirigía a todos al pasar, con amable acento, la misma invitación: «El jueves, en casa, ya saben, no faltar.» Volviéndose a derecha e izquierda, dando un sombrerazo aquí, agitando la mano allá, Glow se aproximó a la puertecilla que da acceso a la rueda. Un portero de levita azul y gorra galoneada le cerró el paso.

-Llame a Ernesto Lillo.

Hizo el portero de la mano una bocina y se metió por entre el gentío pronunciando aquel nombre con voz que le hubiera envidiado el mismísimo Tamagno, no por lo agradable, sino por lo fuerte.

Medio minuto después apareció ante el doctor un joven como de veintitrés años, alto, rubio, de facciones enérgicamente acentuadas, muy simpático. Vestía un sobretodo color gris perla, de corte elegantísimo, y en su corbata blanca, de seda, escintilaba un rico prendedor de brillantes. Ligero bozo dorado iluminaba más bien que sombreaba el labio superior de su boca grande pero bien formada, y en su cara pálida brillaban dos ojos celestes, llenos de luz y de expresión. Llevaba el sombrero de ala angosta, con luto de fantasía, echado atrás a lo calavera, y un mechón de pelo rubio le caía sobre la tersa y despejada frente. En su fina mano apretaba un par de guantes color ladrillo.

Todo era simpático en Ernesto Lillo: la soltura de sus modales, que se resentían de cierta indolencia de muy buen tono; la energía, el vigor, la fuerza de sus veintitrés años, floreciendo dentro de un temperamento robusto y nervioso, y particularmente un no se qué de valor y de nobleza que se desprendía de toda su persona, haciéndola muy atrayente y dándole ese a modo de poder sugestional que es el secreto del éxito de muchos en la ingrata lucha por la vida. Llamábase, como queda dicho, Ernesto Lillo, y era el corredor que ocupaba el doctor Glow, a quien inspiraba ciega confianza el hermoso muchacho, correspondiéndole éste con igual adhesión. Habíanse conocido en el Club del Progreso, del cual ambos eran socios. Glow sabía que Ernesto vivía de su trabajo, y se había propuesto protegerlo, fortaleciéndolo en este propósito la circunstancia de haber llegado a su conocimiento un detalle conmovedor de la vida íntima de su protegido: que Lillo mantenía, con el fruto de sus comisiones, a su madre viuda y enferma.

Qué dice ese don Juan?

Para que el lector comprenda el sentido de esta pregunta, debe saber que Ernesto tenía fama de ser afortunado en amores, fama que, a la inversa de todas las famas, esta vez era perfectamente justa.

-Ando de felicitaciones, doctor dijo el don Juan Imagínese que este mes voy a ganar cerca de cinco mil pesos en comisiones.

-Lo felicito, pero ya hablaremos de eso... Ahora vaya y cómpreme dos mil acciones del ...

Cuatro campanadas claras y distintas le cortaron la palabra, cuatro campanadas de un sonido argentino particular, porque cuando el reloj de la Bolsa canta la hora, tiene algo de esos relojes que dan las doce de la noche en los cuentos de aparecidos.

-Ya no hay tiempo, son las cuatro.

-No importa. Mañana a primera hora cómpreme dos mil acciones del Crédito Real.

-Está bien... Pero apartémonos un poco, para que no nos lleven por delante. La advertencia no está de más. Por la puertecilla de la rueda desbordábase una corriente bullanguera e impetuosa que el doctor y Ernesto pudieron evitar parapetándose detrás de uno de sus gruesos pilares que sostienen las arcadas laterales.

-¡Alto ahí, caballeros!

 
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