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Turcos mugrientos, con sus feces rojos y sus babuchas astrosas, sus caras impávida y sus cargamentos de vistosas baratijas; vendedores de oleografías groseramente coloreadas; charlatanes ambulantes que se habían visto obligados a desarmar sus escaparates portátiles pero que no por eso dejaban de endilgar sus discursos estrambóticos a los holgazanes y bobalicones que soportaban pacientemente la lluvia con tal de oír hacer la apología de la maravillosa tinta simpática o la de la pasta para pegar cristales; mendigos que estiraban sus manos mutiladas o mostraban las fístulas repugnantes de sus piernas sin movimiento, para excitar la pública conmiseración; bohemias idiotas, hermosísimas algunas, andrajosas todas, todas rotosas y desgreñadas, llevando muchas de ellas en La Bolsa brazos niños lívidos, helados, moribundos, aletargados por la acción de narcóticos criminalmente suministrados, y a cuya vista nacía la duda de quién sería más repugnante y monstruosa: si la madre embrutecida que a tales medios recurría para obtener una limosna del que pasaba, o la autoridad que miraba indiferente, por inepcia o descuido, aquel cuadro de la miseria más horrible, de esa miseria que recurre al crimen para remediarse. El grito agudo de los vendedores de diarios se oía resonar por todos los ámbitos de la plaza. Sin hacer caso de la lluvia, con sus papeles envueltos en sendos impermeables, correteaban diseminados, se subían a los tranvías, cruzaban, gambeteando, la calle inundada de coches y carros de todas formas y categorías, siempre alegres, siempre bulliciosos, listos siempre a acudir al primer llamado. En fin, la plaza de Mayo era, en aquel día y a aquella hora, un muestrario antitético y curioso de todos los esplendores y de todas las miserias que informan la compleja y agitada vida social de la grande Buenos Aires.

-Acerca más el coche a la vereda.

-No. puedo, señor.

Y el cochero inglés, enfundado en su blanco capote de goma, que le daba el aspecto de un hombre de mármol, señalaba, inclinándose sobre la portezuela, el mundo de carruajes que llenaba la plazoleta de la Bolsa. Aquello parecía una exposición al aire libre de cuanto vehículo han adoptado la holgazanería y la actividad humanas para trasladarse de un punto a otro. Cupés flamantes de gracioso porte, tirados por troncos de rusos o anglo -normandos, que denunciaban la riqueza y buen gusto de sus felices dueños; ligeras americanas, de un caballo, sencillas, bonitas, como las usa la juventud elegante para pasear sus galas y su regocijo; tilburís desairados, guasos, plebeyos, propiedad sin duda de esos activos comisionistas que no se preocupan de la elegancia de su tren, sino de correr más aprisa que el tiempo; carricoches de alquiler, cuyo aspecto alicaído y trasnochado estaba en consonancia con las yuntas caricaturescas atadas a ellos; cabs extravagantes, con su asiento atrás, alto como un trono y raro como la excentricidad inglesa a que deben su origen, y otras muchas variedades de ese género vehículo que el industrialismo contemporáneo va enriqueciendo de día en día con nuevos e ingeniosos ejemplares, se interponían entre la vereda y el landolé del doctor Glow.

Al oír la respuesta del cochero, abrió el doctor la portezuela, bajó rápidamente, desplegó su paraguas, de puño de plata, y cruzó, haciendo zigzags, por entre aquel laberinto de carruajes, yendo a detenerse en la acristalada puerta que da acceso al vestíbulo de la Bolsa. Allí cerré el paraguas, examinó atentamente sus botines de charol, que La Bolsa encontró en perfecto estado, se pasó la mano por el pecho como para estirar la tela del sobretodo azul, cruzado, que lo abrigaba, y acomodándose la galera, sonrió con aire de hombre que nada tiene que echar en cara al destino, no sin aspirar antes, con visible fruición, el Hoyo de Monterrey, legitimo, que sostenía entre sus blancos y apretados dientes.

Después de estos preliminares de hombre elegante y buen mozo, echó a andar, sin hacer caso a las solapadas insinuaciones de los vendedores de lotería, ni dignarse arrojar una mirada sobre los muchos y diversos tipos que, por no ser socios de la Bolsa, se ven obligados a hacer antesalas cuando algún asunto urgente los pone en comunicación con los bolsistas. Aquel dichoso o desdichado vestíbulo es para muchos el diente feroz de la trampa armada por los acreedores con el disculpable propósito de dar caza a sus clientes malévolos u olvidadizos.

Pero el doctor nada tenía que temer a este respecto. Siguió andando, tranquilo y risueño, paso a paso. Así cruzó la galería que sigue al vestíbulo, flanqueada de escritorios llenos de ruido y movimiento. Como la luz era muy escasa, Glow tuvo que fruncir los párpados para distinguir a sus conocidos entre la chorretada de gente que inundaba la galería. Saludando a unos, lanzando cuchufletas a otros, amable con todos, llegó a la puerta del salón central. Allí se paró un momento, y fijó sus ojos, de un azul profundo, en el vasto cuadro que tenía delante.

De todos los sitios en que se forman agrupaciones humanas, ninguno que presente más ancho campo de observación al curioso que el salón central de la Bolsa de Comercio. El traje nivelador le da, a primera vista, cierto aspecto de homogeneidad que desaparece cuando la mirada sagaz ahonda un poco en aquel mar revuelto en que se mezclan y confunden todas las clases, desde la más alta hasta la más abyecta.

El fastuoso banquero, cuyo nombre sólo con ser mencionado, hace desfilar por la mente un mundo fantástico de millones, estrecha con su mano pulida la grosera garra del chalán marrullero; el humilde comisionista se codea familiarmente con el propietario acaudalado, a quien adula según las reglas de la democracia en boga; el mozalbete recién iniciado en la turbulenta vida de los negocios, pasea por todas partes sus miradas codiciosas; el estafador desconocido, el aventurero procaz, roza el modesto traje del simple dependiente con los estirados faldones de su levita pretensiosa; el insulso petimetre ostenta su bigote rizado a tijera bajo la mirada aguda del periodista burlón que prepara su crónica sensacional husmeando todas las conversaciones y allegando todos los datos que, destilados en el alambique de su cerebro vertiginoso, han de llevar después la buena nueva a los afortunados, el luto y la congoja al corazón de los maltratados por la suerte; el especulador arrojado formula sus hipótesis paradojales ante las caras atónitas de los corredores sin talento, que le escuchan con más atención que un griego a la pitia de Delfos; el anciano enriquecido por largos años de duro trabajar, comenta, con la frialdad del egoísmo quedan los años y el éxito tras rudos afanes alcanzado, esa crónica diaria de la Bolsa, muchas de cuyas páginas están escritas con sangre; el usurero famélico gira y gira describiendo círculos siniestros en torno de sus víctimas infelices.. .

Promiscuidad de tipos y promiscuidad de idiomas. Aquí los sonidos ásperos como escupitajos del alemán, mezclándose impíamente a las dulces notas de la lengua italiana; allí los acentos viriles del inglés haciendo dúo con los chisporroteos maliciosos de la terminología criolla; del otro lado las monerías y suavidades del francés, respondiendo al ceceo susurrante de la rancia pronunciación española.

 
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