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Se le esperaba. Se estaban batiendo sin él. No veía con quién contraer matrimonio. Todas estas razones eran de peso; pero el capricho de un anciano es tan tenaz como puede serlo la pasión de un joven. Gilberto lo había previsto todo; todo lo había combinado.

Mostró a su hijo una licencia valedera aún por tres meses, y lo enseñó el retrato de una mujer de veinte años, diciéndole:

-¿Cómo la encuentras?

Había que contestar como contestó Beltrán de La Blinais. Ese retrato representa, favorecida o no, la beldad más perfecta que un pintor pueda traducir o imaginar.

El conde Gilberto, aprovechando el movimiento de admiración escapado al joven, le dijo que ese retrato era el de su novia o el de su mujer, por poca voluntad que él pusiera de su parte.

-Durante tu ausencia -agregó el Conde, he descubierto ese tesoro en la vecindad. Es hija única, de muy buena, familia, huérfana de padre. Poseo ya cien mil escudos, muy bien colocados, y otro tanto le corresponderá a la muerte de su madre, que está enferma.

Me he anticipado a hacerle la corte por cuenta tuya; he gustado, y ya te habría presentado si hubieras estado presentable. Pero ese hachazo en el hombro te lastimó de refilón la mejilla izquierda, y he preferido esperar para que te conociera con todos tus méritos personales. La madre teme morir sin dejar un protector a su hija; yo temo que te hagas matar por esos americanos malditos y no me dejes siquiera un nieto para consolarme de tu ingratitud. Vamos a ver, Beltrán, ¿no me ayudarás a arreglar este asunto?

Aquella elocuencia o aquel retrato persuadió al joven marino. Debe creerse así, puesto que dos meses más tarde se casaba con la señorita Marcela de Severac. Los votos del conde Gilberto se habían cumplido. Su hijo no tardó en reincorporarse a la flota; la guerra estaba entonces en todo su furor; el marino no pudo abandonar su puesto, y supo en Madrás la muerte de la marquesa de Severac, su suegra, y el nacimiento de su primer hijo.

Al fin, Inglaterra, vencida, reconoció la independencia de América. Algunos hechos de armas borraron la vergüenza de los tratados de 1763. Se empezaba a hablar de la paz.

Beltrán de La Blinais, ascendido a teniente de navío, fué enviado a Francia con una división de su escuadra, y los preliminares de la paz entre Francia, España e Inglaterra se firmaban en Versalles el 20 de enero de 1783.

Dos meses más tarde, Beltrán pudo abrazar a su padre y a su mujer a quienes no veía, hacía dos años, y a aquel niño de quien el abuelo y la madre referían prodigios.

 
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