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-Mi querido Beltrán, mi misión ha terminado; serás bastante rico en lo sucesivo si tienes un poco de juicio. Esta tierra y mi pensión nos bastan; en cuanto asciendas a alférez de navío, te casaré, y entonces, yo te lo aconsejo, podrás imitarme, dedicarte a plantar árboles y retirarte del servicio, sin necesidad de las enfermedades y heridas que yo adquirí en la Armada. Verdad es que en mi tiempo se cosechaba un poco de satisfacción y gloria; pero las cosas, han cambiado y ahora no es lo mismo. Los ingleses son dueños del mar, y damos grandes rodeos con nuestros pobres buques para evitar sus escuadras que se burlan de nosotros. Es una afrenta que ya no quiero ver; bastante aflicción me causa verte a ti expuesto. Si el Rey fuera tan hábil geógrafo como tú dices, sabría al dedillo cuántas leguas de costas hemos perdido desde 1763, y si tuviera interés por la marina, ese interés a que aluden las gacetas, en lugar de pasarse días enteros con barcos de cartón para saber lo que, son candalizas de combés, jarcias, estays, trinquetes y foques, cosas que seguramente no supo Luis XIV jamás, firmaría un decreto disponiendo que se pusieran en astillero anualmente quince o veinte navíos, y exigiría a los ingleses luego la devolución del Canadá, el Senegal, y entonces... Pero, ¿qué quieres? Ahora gozamos de la paz, de las dulzuras de la paz como dicen los filósofos. Poseemos esta propiedad que es un paraíso; asciende pronto a alférez para encontrar un buen partido con quien casarte, y darme nietos, a los cuales fabricaré barquitos de cartón que no capturarán los ingleses en el estanque de Las Verdes Hojas. Todos estos halagos del conde Gilberto agitaban suavemente el espíritu de su hijo: Beltrán de La Blinais los oía sonriendo. La juventud no simpatiza mucho con las condolencias del pasado, arrastrada por la corriente del porvenir que lo pertenece.

El futuro alférez de navío no participaba del pesimismo de su padre. El tiempo, que no era ya tal vez el de los grandes hombres, era el de las grandes ideas; cada cual, entonces, entre aquella juventud que tiene el oído muy aguzado y la vista penetrante, cada cual en Francia entreveía en el horizonte el resplandor de una aurora y oía en el surco el trabajo sordo de los gérmenes. La chispa que el viejo Gilberto creía muerta surgió de pronto cuando ya no la esperaba, y la guerra de América, esta aurora, iluminó dos mundos a la vez.

Beltrán de La Blinais tomó parte con un entusiasmo casi religioso en esa guerra, en la cual por la primera vez, después de muchos siglos, la palabra libertad se había escrito en una bandera vencedora. Allí ganó rápidamente el grado de alférez de navío, el de brigadier de la guardia del estandarte.

Herido en el combate de la Praya, obtuvo una licencia de algunos meses para restablecerse, y como seis semanas bastaron para su curación, el anciano conde Gilberto, inquieto de ver marchar ahora tan rápidamente ese pabellón acusado antes de timidez, retuvo a Beltrán a su lado, cuando se disponía a hacer sus preparativos para reincorporarse a la escuadra. En un discurso que parecía improvisado por una madre amante, y no por un hombre, el viejo lobo de mar le declaró que no se iría sin casarse.

En vano trató Beltrán de demostrarle la locura de semejante capricho.

 
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