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I

Al entrar aquel día, a eso de las nueve de la mañana, en el cuarto de su amo, la vieja criada Tina se detuvo de repente en el umbral y se quedó muda y paralizada por la sorpresa.

Hacía treinta y cinco años que Tina estaba sirviendo en casa del doctor Hugo Budinio, y nunca había visto lo que entonces estaba viendo.

De ordinario, al dar las nueve de la mañana, hacía ya una hora, que el doctor Budinio estaba haciendo sus visitas.

Ahora bien, tal como lo vio con estupefacción la buena Tina, en aquella mañana de julio, el doctor estaba ocupado en regar un tiesto de flores en el alféizar de la ventana.

La tal ventana destacaba, su ancho cuadro en medio de la hiedra, de las enredaderas, de los jazmines de España y de las campanillas de todos colores que daban el asalto a la casa, con un ímpetu desordenado.

Abajo, en los cuadros del jardín, se veía el mismo desorden campestre y exuberante. Rosales soberbios brillantes de salud a pesar de las innumerables plantas parásitas y glotonas que oprimían sus tallos, multitud de azucenas, de tulipanes, de jacintos y de lilas como árboles, sin contar los castaños y las acacias en plena florescencia, mezclaban allí sus cabelleras magníficas y enmarañadas.

-¡Jesús, Dios mío! - exclamó la buena anciana; -¿qué está usted haciendo ahí, señor?

Al oír esa exclamación, el jardinero improvisado se volvió.

Levantó hacia la frente sus gafas de concha, y después de un segundo de plácida y condescendiente mirada, respondió:

-¡Ya lo ves, Tina; estoy regando! -¡Usted regando! ¿Y qué es lo que riega usted, Dios mío?

El viejo se echó a reír y respondió alegremente.

- ¡Oh! Ven a ver, ven a ver, si quieres.

La criada se aproximó al tiesto y lo examinó con curiosidad.

- ¿Qué es este esqueje? -preguntó sorprendida.

El doctor Budinio, se puso a frotarse jovialmente las manos, haciendo sonar de vez en cuando, las articulaciones de las falanges, lo que era en él señal de gran contento.

El esqueje, como le llamaba Tina, era una planta débil, sin gran brillo, de hojas bastante semejantes a las del laurel, de tallo largo poco frondoso y que terminaba en dos o tres panojas rígidas, una de las cuales comenzaba a transformarse en una especie de tirso formado de florecillas violeta.

-¿De modo -preguntó alegremente el doctor- que no sabes lo que es esto?

-Pues no, señor -respondió sinceramente la criada.

El viejo se echó a reír, dominado por un visible buen humor.

-Ahí tienes lo que es no saber las cosas. Esta planta, amiga Tina, es una verónica.

-¿Una verónica? -repitió la doméstica- cuyos ojos dejaron ver su ignorancia.

El doctor volvió a soltar la carcajada.

-¡Vamos, vamos! Veo que no caes cuenta. ¿Quién se llama Verónica en la casa?

- ¡No sé! -respondió todavía la vieja.

Entonces el médico puso la mano en el hombro de la criada.

-Es preciso, sin embargo, que lo sepas, amiga. Verónica es el nombre de pila, el verdadero nombre de una persona a quien conoces muy bien a quien quieres más todavía, y que vuelve hoy a casa.

La buena anciana lanzó una exclamación de verdadera sorpresa.

-¿De Maina, de la señorita Maina acaso?

¡Ah! Esta es buena,... ¿Cómo es que nunca lo he sabido? No me lo explico.

-Porque -respondió Budinio- nunca te lo he querido decir. Maina detesta su nombre y no puede admitir el ser llamada de ese modo.

Tina rompió a reír con esa buena risa de campesina maliciosa.

- ¡Ahora comprendo!... y comprendo también que ha querido usted complacerla ofreciéndole ese tiesto; ha perdido lindamente el tiempo, señor doctor.

El doctor se quedó suspenso y miró a su criada con aspecto enteramente desconcertado.

¡Era verdad! No había pensado en eso ni un segundo... Había sido preciso que aquella astuta de Tina, le hiciese la observación para que él se diese cuenta de ello. ¡Y bien! ¡Era oportuno el doctor en sus regalos!

Y con una vivacidad de impresión y de humor impropio de su edad, Budinio cedió al despecho que acababa de apoderarse de él, y cogiendo con las dos manos el desdichado tiesto, exclamó con rabia:

- ¡Y pensar que hace diez días que lo estoy regando así mañana y noche!

No acabó la frase.

La planta de verónica, continente y contenido, pasó como un bólido a través de la ventana y fue a hacerse pedazos en las piedras del patinillo, que precedía al jardín.

Esta vez Tina montó en cólera, aunque en una cólera cómica.

- Pregunto yo, señor doctor, si está bien que un anciano de la edad de usted se ponga a romper las cosas como rompe los juguetes un niño mal criado... Y todo porque he dicho que si a la señorita Maina no le gusta que le llamen Verónica, iba usted a hacer un mal regalo...

El doctor Budinio pareció avergonzado por aquel movimiento de vivacidad.

Cogió bruscamente su sombrero de fieltro de anchas alas, sacó el bastón de puño de oro de un estuche de hierro que tenía colgado a los pies de la cama y se dispuso a salir, diciendo:

- Mejor hubiera hecho en marcharme una hora antes. Por lo menos, mis enfermos lo hubieran aprovechado.

Su alegría de un momento antes se había cambiado positivamente en mal humor.

Pero en aquel excelente hombre el mal humor no duraba mucho.

Pronto tomaron otro curso sus ideas.

Y mientras se dirigía a la escalera del primer piso, iba murmurando:

-¡Verónica!... ¡Verónica!... ¿Acaso le hace ser menos bonita o menos amable el llamarse Verónica? ¿Acaso le pregunté yo su nombre el día en que?... ¡Ah! La verdad es que ha cambiado mucho desde entonces y que ha crecido... La pequeña niña abandonada se ha hecho una mujer... ¡Qué lejos está todo aquello! ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Dieciocho años ya!

Sus ojos se iluminaron con un cálido fulgor y una sonrisa de bondad dio expansión a su fisonomía.

- Ahora vuelve a casa y esta vez es para siempre...

Budinio dio unos pasos hacia la puerta y se volvió de pronto.

-¡Tina! -llamó.

 
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