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La criada acudió sonriendo.

-¿Qué ocurre señor? -preguntó.

Ya sospechaba ella lo que ocurría. Estaba muy acostumbrada al modo de ser de su amo.

El doctor pareció vacilar un momento y después dijo en el tono en que se hacen las confidencias:

- Escucha, estoy sintiendo ahora haber roto el tiesto. Que se llame Verónica o de otro modo poco importa. De todas suertes la hubiera complacido.

Tina vió que era aquél un gran remordimiento para su amo y movió la cabeza sonriendo.

- Váyase, váyase usted, señor; puede usted salir tranquilo. Lo único que se ha roto ha sido el tiesto; la planta no ha padecido. Yo repararé todo esto.

Budinio, ya tranquilo, dió la vuelta al picaporte de la puerta.

Pero en ese momento se produjo un verdadero efecto teatral y resonó una doble exclamación:

- ¡Mi tío!

- ¡Joel!

Un joven alto, delgado y rubio, del tipo fino y acusado de la raza leonarda, de barba rubia, clara y sedosa, hizo irrupción en el corredor y se precipitó al cuello del viejo.

- ¡Vamos allá! -gruñó éste- otro retardo para la visita... ¿Pero, tú, de dónde sales?

- Del tren, tío, acabo de llegar.

- ¿Acabas de llegar?

- Sin duda. He tomado el grado de licenciado y he tenido todas las bolas blancas. Soy médico desde anteayer.

Budinio se levantó el sombrero y se lo volvió a poner en la parte posterior de la cabeza. Después y mientras dos lagrimones corrían por sus mejillas, abrió los brazos sin soltar el bastón de la mano derecha.

- ¡Bravo, muchacho! ¡Y yo que había olvidado abrazarte! Anda, abrázame dos veces...

Y el abrazo de los dos hombres fue conmovedor y caluroso.

Después de lo cual llegó la vez a Tina. Joel le plantó en los carrillos dos grandes y sonoros besos que la buena mujer le devolvió con usura.

- Ahora me voy a ver mis enfermos -dijo Budinio. -Tina, hoy es fiesta en casa y hay que hacer todos los extraordinarios. Echa la casa por la ventana..

Joel quiso retener a su tío por la manga.

- Pero, a propósito, tío; ya sabe usted que no vengo solo.

- ¿Cómo que no vienes solo?

- Maina va a llegar de un momento a otro.

- No la espero hasta esta noche.

- Está usted en un error tío, hemos hecho el viaje juntos y ahora está en casa de la señora del Closquet, con la que ha venido y le ha hecho quedarse a almorzar. Llegará dentro de una hora, pues tiene prisa por verlo a usted.

El viejo se enjugó los ojos.

- Pero el sentimiento de sus deberes profesionales lo dominó todo.

Miró el reloj y de un golpe con la palma de la mano se encasquetó el sombrero en la cabeza.

Y sin escuchar nada más, se lanzó fuera de la casa.

Bajó los escalones de cuatro en cuatro, abrió la puerta de la calle, que cerró enseguida de un portazo, y echó a andar con paso vivo por las gruesas piedras del pueblo.

En todo su recorrido la gente lo saludaba con respeto y sin ofenderse por la negligencia del buen señor en devolver los saludos.

Sabían que el viejo doctor, providencia de los pobres y sostén de los enfermos de la buena ciudad de Saint-Malo, estaba siempre tan ocupado y tan distraído.

Y el doctor Budinio siguió andando de aquel modo, con su paso vivo y ligero, a pesar de sus sesenta y cinco años de edad, que eran sobretodo sesenta y cinco años de trabajo obstinado y de abnegación repartida sin cuenta.

Ahora bien, aquel día tenía que ir muy lejos; no a ver su clientela acomodada de la calle de Saint-Vincent y del muelle Duguay-Trouin, sino allá abajo, extramuros, al Sillón y hasta el arrabal Rocabey.

Porque aquella era su sociedad predilecta.

Le gustaba prodigar sus cuidados a aquella población pobre, a aquella buena gente, la mitad de cuya existencia se pasa en el mar y cuya desnudez robusta y virtuosa no siente envidia respecto de los venturosos de la tierra.

Los había asistido durante cuarenta años y nunca había tenido ambición más alta, pues sabía muy bien lo poco que es el hombre para atribuir importancia ninguna a las futilidades de la vanidad humana.

Por lo demás, Hugo Budinio, hijo y nieto de marinos, no estimaba más que a los marinos, fuera de su propia carrera.

Y todavía no estaba seguro de que no había seguido la carrera de sus antepasados, si no hubiera sido por una ligera cojera que le había hecho inútil para el servicio militar.

Personalmente, Budinio no era hijo de Saint-Malo. Era de la otra costa, de la del Morbihán, por su padre, y Hugo había nacido muy lejos de las orillas de Bretaña, en la India, en los tiempos en que las guerras entre ingleses y franceses hacían muy dura la estancia en las colonias para los expatriados de los dos países.

Su madre había muerto dejándole una casa, y como aquella señora era de Saint-Malo, el joven Hugo se vió obligado a instalarse allí el día en que después de una permanencia de cinco años en los barcos del Estado, se estableció definitivamente en aquellas viejas rocas.

Su reputación se había hecho universal y lo obligaba también a estarse quieto.

Se iba desde muy lejos para consultarle; de Avranches, de Contancio, de Dol, de Dinant; y él extendía sus benéficas visitas hasta Dinard y Paramé, en el verano, para cuidar a los y a las bañistas, multitud abigarrada y cosmopolita, pájaros de tránsito venidos de un vuelo desde los horizontes del Este, y más particularmente de París.

 
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de Pierre Mael

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