¡Oh! ¡Qué honrado, qué santo hombre, aquel doctor Budinio! ¡Con qué piadoso fervor pronunciaban los pobres su nombre para cubrirlo de bendiciones!
¡Qué pura y abundante caridad sembraba y repartía a su alrededor, al no hacer solamente la limosna de la receta sino la del remedio! ¡Cuántas veces, ante las caras desoladas y abatidas de los desgraciados que miraban aturdidos la receta, había él sacado del bolsillo las monedas de plata, escasas sin embargo, que hacían falta para pagar al boticario!
Sí, se podía decir, sin miedo de engañarse, que aquel hombre era un santo.
Su paciencia y su dulzura eran inalterables.
Sus palabras eran escasas de ordinario. Pero algunas veces se volvía locuaz, cuando se trataba de decidir a algún viejo bronceado por el Océano a dejarse cuidar según las exigencias de su enfermedad.
En aquellos momentos la facundia del doctor recurría para sus efectos a todos los vocabularios.
¡Vamos a ver, mil truenos, especie de tozudo! ¿Crees que vengo aquí para divertirme? Si tu piel de tiburón no me interesara, más que en la medida de su valor, te largaría a todas las corrientes de la costa. Ya ves que si vengo es para curarte. ¡Epa! Muchacho, te voy a hacer tragar este caramelo como una seda.
No hay para qué decir que el «caramelo» era siempre alguno de esos productos abominables de la farmacopea antigua y moderna que provocan náuseas y hacen echar el alma a los menos sensibles. Porque el doctor Budinio no estaba por las atenuaciones ni por los paliativos. Un remedio es un remedio y no una golosina.
De este modo se comprende que no recurriera ni a las píldoras ni a los sellos tan corrientemente empleados en nuestros días.
Aquella mañana, pues, era con los pobres con quienes el doctor Budinio tenía qué hacer.
En cuanto 1e vieron aparecer a lo lejos por la bajada del Sillón, sus clientes ordinarios salieron a su encuentro.
Y aquellos silenciosos habituales, a cuyo contacto el doctor había acaso contraído su laconismo, se volvían habladores con él.
Budinio hizo rápidamente las visitas, pues tenía prisa por volver a su casa.
Y, por fortuna, el número de enfermos no era considerable, por lo que pudo recorrer pronto sus humildes moradas.
De cuando en cuando repartía cachetitos amistosos en las caras mofletudas, de chicos y chicuelas, malas piezas, saturadas de yodo y de oxígeno, y futuras esposas y madres de marineros.
Al ver que su paso era aquel día un poco apresurado, un hombre, a quien él había sacado adelante de una caída de lo alto de las fortificaciones, el posadero Cailleux, lo llamó muy respetuosamente.
-Señor doctor, acabo de embotellar una sidra como no la encontrará usted en diez leguas. Sería para mí un honor que usted la probase.
El viejo sintió cierta vacilación. La sidra era una de sus debilidades.
Después, decidiéndose de repente, ofreció la mano al posadero.
-¡Bah! Venga un vaso de sidra, Cailleux pero despachémonos, porque estoy de prisa.
-¿Qué tiene usted, pues, que le urge tanto, señor doctor?
-Tengo, amigo, que mi ahijada ha llegado a Saint-Malo y debe de estar esperándome a estas horas. Y hace un año que no la veo, a esa pobre niña.
Cailleux se frotó alegremente las manos y contestó:
-¡Pardiez! Señor doctor, no tardará usted más por esto. Mi carricoche está enganchado y yo voy a mis negocios a la ciudad. Voy a llevarlo a usted sin cumplimientos.
Y el posadero dijo unas palabras a su mujer mientras llenaba vivamente los vasos.
Diez minutos después, y en el momento, en que el doctor ponía el pie en el estribo del vehículo, se quedó no poco sorprendido al encontrar la zaga cubierta de ramos de todos los matices.
Unos cuantos jóvenes y vicios del uno y otro sexo estaban alrededor para gozar de la feliz sorpresa de su bienhechor.
Y cuando Budinio quiso protestar por aquel lujo de florescencia le dijo riendo una muchacha muy linda -¿Sabe usted, señor doctor? Eso no es para, usted; es para la señorita.